— ¡TE ODIO! — gritó con tanta ira que la voz le arañó la garganta.
— Te odio porque eres un perdedor, un fracasado como hijo, un desastre como padre, una condena como marido. Te odio por todo lo que eres, te odio por todo lo que nunca fuiste y ya nunca serás (ni siquiera quieres serlo). Te odio por todas las cosas que me dices. Te odio por esa forma estúpida que tienes de creerte superior a mí y a todos los demás, que son tan perdedores, tan fracasados, tan estúpidos y tan prescindibles como lo eres tú. Detesto tu silencio y la expresión, tan cínica y fría, que pones cuando te digo que te odio tanto.
Se calmó un poco. Tomó algo de aire (que buena falta le hacía, ya que casi había desfallecido en su iracundo ataque de furia) y justo cuando parecía que iba a calmarse definitivamente, estalló de nuevo en otra larga serie de insultos contra su ridículo reflejo ante el espejo de aquel perfumado e inmaculado urinario público.