ABRAZADOS

El mes de enero solía ser lluvioso, frío, gris, como en esas viejas películas en blanco y negro. En invierno, las tardes efímeras dejaban paso a interminables noches sin esperanza.

En uno de esos días, un veinticuatro de enero, tres desalmados pistoleros de extrema derecha acribillaron a tres abogados laboralistas, un estudiante y un administrativo. Además dejaron gravemente heridos a otros cinco letrados. Ocurrió en 1977 cuando un franquismo tocado y casi hundido agonizaba. Fue en el número 55 de la calle Atocha en Madrid.

Desde finales de los años sesenta del pasado siglo muchas abogadas (sí, mujeres) y abogados se constituyen en uno de los colectivos más comprometidos y eficaces contra una dictadura que ya se encamina a su inexorable fin. Son en su mayoría jóvenes vinculados al entonces clandestino PCE o a los movimientos de cristianos de base que se han curtido en el movimiento universitario. Aplican su conocimiento y pericia jurídica para tratar de resquebrajar las leyes franquistas y colarse por las rendijas que dejan, entre otras, la normativa de asociaciones o la regulación de las “comisiones de obreros” en el mismo epicentro de los sindicatos verticales.

Muchos años después, ya en plena democracia formal, para ejercer como abogado tuve que estudiar derecho en una facultad en la que, salvo honrosas excepciones, se primaba la memoria frente a la reflexión, se estudiaban las normas escritas en lugar de cuestionarse los argumentos éticos detrás de las decisiones del poder público, se anteponía el conocimiento de la ley frente a la sensibilidad por la Justicia. 


Como si de una «formación profesional superior” se tratara, el plan de estudios homogeneizaba al alumnado, tratando de perfilar futuros trabajadores dóciles y eficientes. Leguleyos preocupados, sobre todo, por conseguir un éxito profesional que sería la antesala de una vida cómoda y sin complicaciones. En definitiva, lo que necesita toda buena economía para el futuro de un país estable.

Sin embargo, cada día que pasa -y tal vez porque crece con más fuerza la semilla de rebeldía sembrada por esos apenas cuatro o cinco profesores y profesoras que tuve en la facultad- me convenzo de que una carrera universitaria es (o al menos debería ser) un espacio de encuentro entre personas diferentes unidas por un mismo afán por conocer y conocerse, con una innegociable implicación con la cultura y con la sociedad. Un lugar para formar ciudadanas y ciudadanos comprometidos con la Libertad, la Dignidad o la Justicia. Un reguero de impredecibles preguntas más que un conjunto sistemático de respuestas una y mil veces repetidas.

En este extraño y soleado mes de enero, tan propicio para la futilidad como peligroso para el olvido, quería recordar aquí a esas compañeras y compañeros «abogados laboralistas» que, abrazados a la causa democrática, comprendieron y nos enseñaron –incluso dejándose la piel en el camino- que el Derecho, sobre todas las cosas, debe ser, como la poesía, un arma cargada de futuro.



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