LA MALA EDUCACIÓN

Dice la ley de Godwin, o de las analogías nazis, que si una discusión se alarga lo suficiente alguien terminará realizando una comparación con Hitler o con los nazis, y quien lo haga, pierde.

Esta conocida regla —formulada por el abogado y escritor estadounidense Mike Godwin en 1990 pero que no le resulta ajena a nuestro debate político, ¿o acaso no han escuchado a muchos hombres, interpelados por un argumento que responde a la necesaria igualdad, defenderse utilizando razonamientos tales como tildar de feminazi a su interlocutora?— pudiera, no obstante, contar con una suerte de variante, bienintencionada eso sí, muy habitual en nuestro diálogo público y que se erigiría como una especie de fórmula mágica, teóricamente inapelable, que pretendería ser esgrimida a modo de carta de triunfo en toda batalla dialéctica que se precie.

Podríamos enunciar esa hipotética nueva ley con el siguiente tenor: «a medida que se alarga una discusión, la probabilidad de que alguien haga alusión a la educación como solución de cualquier problema se acerca a 1 (es decir, es prácticamente seguro que ocurrirá), y quien lo haga se creerá, erróneamente, ganador del debate».

Son muchos, y muy complejos, los males que nos apremian y, al mismo tiempo y parafraseando a Mencken, son infinitas las posibles soluciones claras, simples y equivocadas que podemos plantear para esos mismos problemas; sin embargo, la educación sería, sin duda, la reina de esas milagrosas satisfacciones o remedios para tanta injusticia, corrupción, desigualdad, violencia o indecencia que nos azota, y es que pareciera que cualquier adversidad se podría solucionar con más (¿y mejor?) educación: un prodigioso conjuro que todo lo puede.

Obviamente no se trata aquí de minusvalorar la imprescindible tarea, inacabada e inacabable, que, como explica el filósofo barcelonés Josep Maria Esquirol en su último y delicioso libro La escuela del alma, sirve para que prestemos atención, para que no caigamos en la indiferencia —hacia el otro, hacia quien necesita de nuestra mano o de nuestra mirada—, para que nos conduzcamos con corazón, para que cada cual haga su camino y, sobre todo, para que sigamos ampliando el mundo y la morada, el refugio contra la intemperie. La defensa de la educación es, pues, innegociable. Pero no es suficiente. Y acaso deberíamos atender también a las condiciones y circunstancias económicas o sociales de quienes están más desamparados. Ya saben, aquello de la infraestructura, que diría aquél.

El poeta latino Juvenal ya nos advirtió hace veinte siglos de la importancia de preguntarnos por «quién vigila al vigilante» y su prudente preocupación resulta hoy tan pertinente como entonces, pues, tal vez, no debiéramos eludir tan a menudo el interrogante acerca de quién enseña —si es que lo hace— a quienes deciden sobre nuestra instrucción pública. Fiarlo todo, sin más, a la educación como si fuera una manifestación de la divina providencia que todo lo pone en su adecuado sitio, se antoja tan poco realista como aquel relato del Barón de Münchhausen en el que el irredento mentiroso contaba cómo había logrado salvarse de quedar hundido en un pantano tirando hacia arriba, con sus manos, de su propio pelo. Esta narración, por cierto, da nombre a un célebre trilema, el de Münchhausen, que ejemplifica un problema sin solución lógica ya que o terminamos incurriendo en explicaciones circulares —A se justifica por B; B se justifica por C, y C se justifica por A—; en regresiones infinitas —A se justifica por B; B por C; C por D, etc.—; o bien en un corte abrupto —A se justifica por B; B por C; y C no se justifica—.

Y es que, en definitiva, quienes deberían proteger, mejorar o garantizar nuestra educación pública resultan ser políticos —así, en masculino— que no sólo no tienen la sincera voluntad de velar por la escuela del alma nuestros hijos e hijas, sino que, además de no estar interesados en el progreso moral de una ciudadanía cada vez más libre, igual y solidaria, son ellos mismos unos verdaderos maleducados.