Quiso el azar que cayera en mis manos un pequeñito libro de filosofía –precisa y expresivamente titulado “Pequeña introducción a la filosofía” de F. RAFFIN. Alianza Editorial- en donde pude volver a leer aquella enseñanza de HEGEL que aseguraba que “es pensando los grandes pensamientos como aprendemos a pensar”.
Quiso también mi sino que por razones de trabajo tuviera que volver a la “Ética a Nicómaco” y, para mi fortuna, recordara que la virtud, para ARISTÓTELES, es un hábito, de tal forma que nos hacemos justos practicando la justicia, generosos practicando la generosidad o valientes practicando la valentía.
Pues bien, con tales premisas –que consideraba más o menos fiables, no sólo por la autoridad de su origen, sino porque se correspondían, al ser reflejo igualmente de un criterio razonable de causa efecto, con aquello que nos enseñaron nuestro abuelos, otros sabios, de que “quien siembra vientos recoge tempestades”-, quiso el noticiario llevarme a una insalvable paradoja, a un absurdo callejón sin salida intelectual, a una aporía, por tanto: el mantenimiento del estado social pasa, necesariamente, por el progresivo desmantelamiento de los logros, derechos y beneficio del propio estado social –sic-.
Los pensadores contemporáneos podrían, por tanto, reescribir las reflexiones de HEGEL o ARISTÓTELES adaptándolas a nuestro tiempo, de tal suerte que en días como hoy podríamos decir, sin sonrojarnos pues nos lo exigen los mercados, que sólo dejando de pensar, sin más, podríamos salvar nuestra capacidad de raciocinio; o bien que únicamente actuando de manera inicua, podríamos tener una sociedad más equitativa.
Me temo que no me lo creo.
Los derechos se garantizan ejerciéndolos y promoviendo las condiciones para que la libertad y la igualdad de todos los individuos sean reales y efectivas, para lo cual se deben remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social. No lo digo yo, lo dice, casi literalmente, el artículo 9 de la Constitución Española, que, además, también afirma en su primer precepto que nuestro país se constituye como un estado social y democrático de Derecho.
Como explica T. JUDT en su ya célebre “Algo va mal”, hoy día los esfuerzos y los sacrificios -es decir, los actos de abnegación que cada cual hace de su voluntad, sus afectos o sus intereses- se externalizan y se desvirtúan pues se exigen no de uno mismo –que es lo conforme a su naturaleza y lo que, por ello, los hace dignos de encomio-, sino del otro, en la mayoría de los casos, del más desfavorecido e indefenso.
Por tanto, si, mercados y falacias a parte, a pensar se aprende pensando y a ser justo practicando la justicia, el estado del bienestar sólo se materializa y defiende concediendo y garantizando los derechos sociales, culturales y económicos de sus ciudadanos.
En todo caso, como quiera que cada derecho implica correlativamente un haz de paralelas obligaciones y deberes que, en junto, conforman una única realidad, el mantenimiento del logro que supuso la consolidación del sistema de auxilio público a los perjudicados por el azar natural, la calamidad social, o las decisiones desafortunadas, no debe pasar por el mero y cómodo fin o cercenamiento del derecho –sanidad precaria, educación paupérrima, etc.-, lo que sería un sinsentido, como se ha visto, sino que debería centrarse en la potenciación de los deberes y las obligaciones, en esencia, la elaboración y ejecución de un sistema fiscal y de ingresos públicos que sea equitativo, progresivo y eficaz en cuanto a su recaudación y, cumulativamente, una honrada y eficiente gestión pública de los recursos obtenidos -pero, ¿cómo nos pueden hablar de “recortar gastos superfluos” si, por definición, con el dinero público en caso alguno se deberían haber realizado desembolsos innecesarios o que están de más?- que son el basamento necesario para el sostenimiento de los derechos prestacionales.