Hay títulos que resultan inevitablemente atractivos, evocadores o sugerentes. Palabras entrelazadas que nos llevan por senderos de caminos que se bifurcan. Mapas llenos de letras que navegan hasta los mares de sur, o, al menos, nos permiten que, desde nuestra habitación propia, vislumbremos unas hermosas vistas. Utopías que mitigan la insoportable levedad del ser.
También hay, claro es, títulos que nos interpelan no sabemos cómo, que se nos pegan a la piel y nos seducen porque, entre otros motivos, su sonoridad puede susurrarnos aquello que, como en las sirenas de Ulises, deseamos oír. De qué hablamos cuando hablamos de amor, se preguntaba Carver.
Si decimos «Ley Orgánica 10/2022, de 6 de septiembre, de garantía integral de la libertad sexual» pareciera que aludiéramos a un frío expediente, a una más de las numerosas lecciones del temario de una oposición a la Administración Pública. Sin embargo, hablar de Ley del sólo sí es sí, resulta cautivador. Es simple, difícilmente olvidable y, sobre todo, dice todo aquello que queremos escuchar. Se trata de uno de esos significantes vacíos (Laclau) que, en verdad y a nada que uno se pare a pensar sobre ellos, no terminan de decir nada concreto pues cada cual puede llenarlos según sus circunstancias o preferencias. Y claro, si algo no dice nada, bien puede decirlo todo, incluido lo contrario de lo que queremos que diga.
Algo parecido ocurre con expresiones frente a las que, en principio, nadie podría estar en contra. Afirmaciones como «situar el consentimiento en el centro» o que «el eje o el corazón de una ley, sea el consentimiento». Sin embargo —y sin olvidar que los delitos contra la libertad sexual pivotan per se alrededor del consentimiento—, como se ha puesto de manifiesto por toda suerte de analistas —recientemente, la filósofa Clara Serra firmaba un artículo donde nos ponía sobre la pista de las diversas aristas que tienen los términos sólo aparentemente sencillos— las frases redondas también pueden esconder recovecos y ser fuente de más preguntas que respuestas. En este sentido, conviene recordar que cuando le preguntaron a un prestigioso científico si creía en la existencia de dios, este respondió algo así como “antes de que le conteste, defíname `creer´, `existencia´ y `dios´”. Y es que habría que ser capaces de explicar qué debe entenderse, dentro de los estrechos límites del derecho penal (que, obviamente, no sigue la misma lógica que rige nuestras vidas fuera de las salas de los tribunales), por «consentimiento», así como sus implicaciones en el marco de un proceso judicial, donde debe conjugarse con principios —igualmente irrenunciables y frente a los que tampoco nadie debería estar en contra— tales como el garantismo, carga de la prueba o presunción de inocencia.
Hace unos meses tuve la fortuna de ser invitado a reflexionar, en un diálogo compartido y abierto con varios vecinos y vecinas, sobre diferentes cuestiones jurídicas y políticas. Ya en ese momento, intuía que algunos miembros del Gobierno hubieron podido caer en la doble trampa de, aferrándose a un lema maravilloso —sólo sí es sí— no pararse a dotarlo de verdadero significado, dejándose arrastrar hasta el campo de batalla del relato planteado por la oposición. Así las cosas y sin ánimo exhaustivo, se ha echado en falta que no nos explicaran que la Ley Orgánica de garantía integral de la libertad sexual desplegaba más de sesenta artículos con diversas medidas preventivas y de sensibilidad en apoyo de las mujeres y contra las violencias sexuales; que no se detuvieran en argumentar que subir las penas puede quedar reducido a un mero ejercicio de simple populismo punitivo que no garantiza una disminución de los delitos —¿Acaso son más seguros los países con cadena perpetua o, aún, con la pena capital?—; que no discutieran el principio constitucional de retroactividad de las normas penales favorables al reo; que no subrayaran que el derecho penal es sólo la última barrera y que opera únicamente ante la frustración social que implica la comisión de un delito, que es, por demás, lo que se debe tratar de evitar, con otras medidas políticas, a toda costa.
Para cada problema complejo hay una respuesta clara, simple y equivocada escribió el periodista estadounidense Henry Louis Menckenen, lo que puede ser una versión más elaborada del conocido como “sesgo de sustitución”, es decir, la pereza cognitiva que nos lleva a cambiarnos las complicadas preguntas que nos lanza la realidad por otras más sencillas, mucho más asequibles de responder, sobre todo si se acomodan a nuestras pasiones o prejuicios.
Así, la táctica de aferrarse a un significante vacío y jugar con él corre el riesgo tanto de evitar la profundidad del verdadero diálogo —que es lo deseable—, como de enfangarse en una guerra de guerrillas frente a quien aparezca con otro lema, otra nueva consigna, u otra nueva reivindicación —igualmente vacía o inane— y termine ganando una partida meramente retórica. Y es que, ya se sabe que, aunque la demagogia y la pedagogía comparten parte de su etimología griega, los dos términos se parecen tanto como un huevo y una castaña.
En su libro El gobierno de las palabras —otro título sugerente, sin duda— el profesor Juan Carlos Monedero cita al gran maestro polaco de ajedrez Tartakower, y hace suyo aquello de que “la táctica consiste en saber qué hacer cuando hay algo que hacer. La estrategia, en saber qué hacer cuando no hay nada que hacer”. Se impone una estrategia cargada de pedagogía, diálogo y sinceridad política. A la larga, tal vez resulte más provechosa para la ciudadanía.
Artículo publicado en DIARIO CÓRDOBA el 17/2/23