«(…) quienes comienzan por eliminar por la fuerza la discrepancia terminan pronto por eliminar a los discrepantes. La unificación obligatoria del pensamiento y de la opinión sólo obtiene unanimidad en los cementerios… El poder público es el que debe ser controlado por la opinión de los ciudadanos, y no al contrario… Si hay alguna estrella inamovible en nuestra constelación constitucional es que ninguna autoridad pública, tenga la jerarquía que tenga, pueda prescribir lo que sea ortodoxo en política, religión, nacionalismo u otros posibles ámbitos de la opinión de los ciudadanos, ni obligarles a manifestar su fe o creencia en dicha ortodoxia, ya sea de palabra o con gestos. No se nos alcanza ninguna circunstancia que pueda ser considerada una excepción a esta regla».
Ahora que agoniza este doloroso año 2014, convendría recordar los argumentos del Juez Robert H. Jackson recogidos en la parcialmente trascrita Sentencia del Tribunal Supremo de los Estados Unidos West Virginia State Board of Education vs. Barnette de 1943.
Han pasado más de siete décadas desde que se escribieran esas palabras y sin embargo en días como hoy, se sigue tratando de amordazar (por la vía de la legalidad injusta) a la crítica heterodoxia, al libre disentimiento, a la sana discrepancia, a la subversiva disidencia, a la rica diferencia o a la mera alteridad.
Convendría también no echar en el olvido aquella célebre cita de Martin Niemöeller tantas veces atribuida a Brecht, pues, si no denunciamos cada afrenta a la Libertad, la Justicia o al Pluralismo poniendo el grito en el cielo, con los pies firmes sobre la tierra, puede que cuando finalmente vengan a por nosotros, no haya nadie más que pueda protestar.