Sucede que hay preguntas a las que, por mucho que nos empeñemos en quitárnoslas de encima, les pasa como a aquel madrugador dinosaurio del cuento de Monterroso y no dejan de asaltarnos cada vez que nos da por despertar. Uno de esos recurrentes interrogantes, sin fácil respuesta, es el que nos interpela y nos demanda qué debemos hacer cuando nos las tenemos que ver con los constantes e inevitables dilemas que nos aguardan al doblar cada esquina.
Fue Kant quien erigió una trilogía de preguntas —qué puedo conocer, qué debo hacer y qué puedo esperar—, las cuales, a su parecer, nos servirían para aproximarnos al gran y definitivo asunto acerca de qué sea el ser humano o cuál pueda ser su condición. Como si estas preguntas pudieran resolverse con algo distinto a una mera tentativa.
Puede que nos hayamos dado cuenta ya de que, para bien o para mal, tal vez no exista una respuesta previa, fiable y categórica a la gran pregunta sobre qué debemos hacer ante una encrucijada de orden moral y ello porque, frente a ilusorias construcciones metafísicas en las que se fabula sobre la teórica existencia de un algo trascedente que sirve de presupuesto, límite y juez último de lo que hagamos o digamos —o no hagamos y callemos—; la vida, esa que en tantas ocasiones duele, mancha y defrauda, se afana en que, de una vez por todas, asumamos que somos un aquí y un ahora corporal que sucede y se relaciona, que hiere y que se puede dañar, que transita y no se detiene, que es consciente de su finitud, que rima en asonante, que casi nada está en su mano, que hace lo que puede a pesar de todo lo que le ocurre, que a duras penas lucha por mantenerse erguido, y que, en definitiva, vive extrañado y en constante incertidumbre albergando una única certeza: la inevitabilidad de la muerte, tanto propia como la de los demás.
Hace unos días fallecía la abuela de una amiga de mi hija. A la mañana siguiente, al salir al recreo, las dos compañeras se abrazaron. Un abrazo como refugio frente a uno de los golpes más duros de la vida. Un abrazo como remedio frente a una herida recién abierta. Un abrazo, nada más que eso; nada menos que eso. Un abrazo.
El filósofo Joan-Carles Mèlich, que ha escrito y pensado acerca de la condición vulnerable o la existencia incierta del ser humano, ha llegado a la conclusión —una conclusión provisional y precaria, como casi cualquiera que tenga que ver con lo humano— de que la única respuesta cierta y mínimamente ética ante cualquier padecimiento del otro es, al menos, estar ahí, acompañarlo. No hace falta más. No es necesario articular palabras huecas o tantas veces repetidas. No se trata de buscar la utilidad o el protagonismo de nuestra compañía, pues, según Mèlich, lo verdaderamente primordial, lo que más debería importarnos, no es tanto el refulgente hacer cuanto el humilde estar ahí, situarse al lado de quien sufre y de quien se puede saber ya acompañado por alguien que se compadece, a su lado. Un estar ahí que, eso sí, se despliega de manera activa: en ocasiones con una palabra, otras con una plegaria, a veces con un abrazo.
Obviamente esto no quiere decir que baste sólo con eso, con quedarse al lado. Nos han acostumbrado a las trincheras infinitas. A que tomar partido por algo implica necesariamente excluir o menospreciar lo demás, lo que difiere. Como si la vida se nos diera de forma pura y con esencias inmutables respecto de las que tuviéramos que elegir. Como si hubiera una única Verdad, con mayúscula, y no pequeñas y provisionales certezas constantemente reescritas con minúscula.
No basta —decíamos— con permanecer junto a quien sufre. Claro que hay que remangarse y esforzarse por tratar de hacer de este mundo un lugar más decente. Pero estar ahí, hablar o abrazar a quien lo necesita, tiene que ser lo mínimo que se despache, lo más urgente e imprescindible que hagamos por quien se siente herido, un inexcusable deber ético al que estamos obligados para con el otro que nos mira directamente a los ojos; mas también, y sobre todo, es lo que debemos hacer cuando ninguna otra cosa más podamos hacer.