EL ALETEO DE LA MARIPOSA

Vivimos tiempos difíciles, extraños, duros, líquidos… y también caóticos donde la actuación individual produce consecuencias perversas en habitantes desconocidos incluso para el agente de esta desequilibrada aldea global.

En este punto, algunos pensadores se han acercado a las llamadas consecuencias indirectas del Derecho Penal, tales como, por ejemplo, las repercusiones que en una determinada familia pueda tener que su padre o su madre ingrese en prisión, dejando a los hijos menores de edad –damnificados colateralmente-, sin la compañía, cuidados y referencia de ese progenitor ausente.

Al hilo de tales reflexiones, resulta también oportuno detenerse, si quiera mínimamente, para analizar cómo determinadas acciones enmarcadas en el ámbito de nuestro Derecho Civil pueden tener consecuencias igualmente indeseables para personas que ninguna relación guardan con el agente.

Conviene previamente recordar que nuestro Código Civil –la norma jurídica que regula las relaciones de los ciudadanos (particulares y empresas) entre sí: compraventas, herencias, donaciones, préstamos, etc.- se promulgó en el año 1889, encerrando en su articulado, precisamente por el momento en el que vio la luz, principios liberales tales como la indiscutible (pero realmente sólo aparente) igualdad entre las partes de un contrato o la inalienable (pero netamente formal) libertad de contratación entre ciudadanos.

Esta premisa –todavía más falaz en días como hoy, cuando se disparan vergonzosa e inasumiblemente los índices de desigualdad material entre unos pocos y otros muchos, en proporciones como la ya célebre 99/1, popularizada por el movimiento “ocuppy Wall Street”, y racionalizada por el premio nobel de economía J. STIGLITZ- no se ha visto moderada por las diversas modificaciones vertidas en el mentado Código y la legislación que se desprende de sus principios, que sigue respondiendo a esos mismos ideales respaldados por la teórica, formal e infinita libertad de los ciudadanos y que, por tanto, no se ha socializado, como sí tratara de hacer el estado a comienzos del pasado (y olvidado, como nos recordaría JUDT) siglo xx, acogiendo en su red de preceptos nuevos principios tuitivos de los más desprotegidos.

En este siniestro escenario –donde la quiebra es social y sin embargo el Derecho se empecina en ofrecer un discurso individual- encontramos situaciones que pueden antojarse como comunitariamente insostenibles o simplemente injustas como, por ejemplo, los casos en los que se desahucia a la totalidad de los miembros de una familia –con menores de edad o con mayores dependientes- de su hogar, condenándolos a las inclemencias y la suerte de la calle, y todo por la sola razón de haber impagado tres o más mensualidades de un préstamo hipotecario –y sin que ahora nos ocupe analizar las eventuales iniquidades concomitantes a la contratación y desenvolvimiento de ese préstamo-, y ello cuando en no pocos casos, la causa de esa demora en la amortización de las cuotas vencidas obedece a la falta de empleo de la/s persona/s que sustentaba/n a esa familia.

Así, resulta que por mor del incumplimiento –partimos de considerarlo involuntario y no deseado, pues nuestro progenitor, uno o ambos, responsable del sostenimiento familiar habrá sido despedido y arrojado a un país en plena recesión económica y con una insostenible tasa de desempleo, todo ello, además, consecuencia entre otros factores, de la previa actuación de unas entidades financieras que hacían y deshacían a su antojo, amparadas como estaban por las mismas normas individualistas y falaces (no hay real igualdad, más al contrario, la desigualdad se dispara, como nos enseña el índice de GINI; no hay verdadera libertad, pues las oportunidades de agencia de los ciudadanos no son sino hueros eslóganes) que apartaban la mirada de las verdaderas necesidades de todos los ciudadanos- de una sola persona –o dos, si nos ocupan ambos progenitores-, tendremos repercusiones socialmente inaceptables que, además, afectan de manera directa y sin posibilidad de defensa a terceros que, a la sazón, son quienes más protección requieren de todos nosotros.

[En honor a la verdad, debemos reconocer que la actual Ley de Enjuiciamiento Civil prevé, como graciosa concesión, que cuando se desaloje forzosamente una vivienda habitual –léase, un hogar-, se permita a los ocupantes que se marchen en el plazo de un mes, que se podrá prorrogar, eso sí, otro mes adicional]

Desahucio es, según el diccionario de la Real Academia, mucho más que dejar a una o varias personas sin hogar, se trata de “quitar a alguien toda esperanza de conseguir lo que desea”. En este desolador entorno, la legislación vigente, anclada en principios demostradamente alejados del desenvolvimiento de la realidad, no sólo no se coloca del lado del más necesitado, de quien requiere, justamente, que el Derecho lo ampare, sino que, por el contrario, mira para otro lado y se contenta con repetir, una y otra vez, una monocorde melodía liberal que ya no nos dice nada pues, materialmente, no somos ni tan iguales ni tan libres unos y otros.