En el lugar más insospechado —oculto incluso— puede encontrarse un oportuno principio filosófico que nos sirva de ayuda para preguntarnos acerca de lo indescifrable de este estar arrojado a la vida. Así, en una conocida y sobreactuada escena de la película Torrente, el mugriento y despreciable personaje interpretado por Santiago Segura, tras asistir en directo a la patética e inútil muerte de Toneti, les dice a sus jóvenes e incompetentes adláteres que ya sabían a qué habían venido, que «esto no es Bambi».
Algo parecido a esta epifanía habrán experimentado otros tantos ciudadanos al comprobar cómo el Tribunal Constitucional ha estimado las medidas cautelares que algunos diputados del Partido Popular habían solicitado de forma conjunta con el recurso de amparo presentado con ocasión de la propuesta de modificación legal tendente a desbloquear la —interesada— situación institucional relativa al gobierno de los jueces. Como dijo el poeta, la vida va en serio. Esto va de poder y con las cosas de comer no se juega.
La, tristemente, no muy conocida pensadora letona de mediados del siglo pasado Judith Shklar —y es que atesoraba muchas papeletas para que se la olvidara: mujer, judía, disidente, exiliada— analizó en sus obras una realidad que, en ocasiones, puede que por su obviedad nos pase desapercibida (como aquella carta robada de Poe que estaba frente a nuestras narices), nos referimos a que la justicia —léase aquí, el derecho— es una forma de política, de tal suerte que el proceso judicial no sería la antítesis de la política sino otra forma de acción política: el derecho como instrumento del poder.
En este sentido, cualquier proceso judicial —y por qué no, también la decisión del Tribunal Constitucional, aunque su naturaleza no sea exactamente la de un órgano del poder judicial— se desarrolla en un determinado contexto y marco netamente político, es decir, no tiene lugar —dice la pensadora de Riga— en el vacío, sino que forma parte y se integra en un «complejo de instituciones, hábitos y creencias». El derecho, en síntesis, es política.
Frente a esta descarnada —¿y acaso realista?— visión, hemos preferido abrazar la versión más Bambi de la vida jurídica y política. Hemos querido, acaso y cándidamente, caminar de la mano de las teorías del constitucionalismo garantista de Ferrajoli, confiando ciega y bondadosamente en la ley como inapelable límite del poder, tanto del económico como del político. El derecho, así entendido, como un remedo de ley física, incuestionable y difícilmente interpretable más allá de su propia y supuestamente unívoca literalidad, alejado por tanto de lo caprichoso del poder no domesticado o del poder que se siente atacado. Además, y confiando en la deseable capacidad arbitral y aparentemente imparcial del derecho —como si fuera un producto platónicamente puro e ideal, alejado de la imperfección de este mundo nuestro de sombras y decadencia— nos hemos dejado arrastrar por una perspectiva agonal de la vida política, de enfrentamiento permanente entre lo que consideramos el bien y el mal, sin dar la oportunidad al que piensa diferente de ofrecer sus razones, acertadas o equivocadas, pero no necesariamente basadas en la mala fe. El otro no es, sin más, el malo.
La decisión del Tribunal Constitucional —en principio, legal (lo que no quiere decir, indiscutible) y enmarcada dentro del orden del sistema que nos dimos en 1978, pues me niego a entrar en el relato, grueso e incendiario, de lisérgicos golpes de estado— sirve para hacernos ver, de nuevo, que el príncipe va desnudo. Que la ley y su aplicación, no van tanto de matemáticas, como de política, y que nos queda mucho trabajo que hacer para que, ante decisiones y votaciones como las que acaban de producirse, no resulte tan previsible lo que van a resolver los seis magistrados conservadores y también los cinco progresistas, pues ni unos ni otros modificaron su férreo parecer. Pero también, para que la guerra abierta no sea, sin más, una encarnizada batalla por modificar el reparto de mayorías, lo que nos abocaría a que, en unos meses, pudiéramos hablar, sin sonrojo, de seis magistrados progresistas con los que, como ocurre hoy día, sea igualmente posible anticipar sin error el resultado de cualquier votación, sólo que ahora en sentido contrario.
En resumen, y siguiendo el argumento esbozado por Judith Shklar, si el derecho es hijo de la política —y repite, genéticamente, algunos de sus peores rasgos— la solución podría pasar, además de por mejorar el control jurídico de la política —de tal modo que el rodillo de las mayorías no pueda atentar contra la esfera de lo indecidible, eso que a toda costa debemos proteger: los derechos fundamentales y los principios básicos de la convivencia democrática—, por hacer buena política, de esa en la que un partido no se enfrenta a otro por mantener descaradamente su dominio de un determinado órgano, ni aquél se enfrenta a este, de manera igualmente descarada, para imponer su dominio en ese mismo órgano.
Y es que la gran bondad de la ley, del derecho, es que sirve como protección y garantía de los más débiles. Si la mala política termina por desprestigiarlo, por hacer que perdamos nuestra confianza en él, abrimos la puerta a que el poder, de nuevo, se desboque, dando lugar al restablecimiento de la ley del más fuerte, del más poderoso. Y ahí, perdemos casi todos.
Un buen propósito para estos días pasaría por abrazar la buena política como guía y camino. Esa misma política que tiene como madre a la decencia y a las más nobles aspiraciones morales. Pero eso es ya otra cuestión. Y esto, me temo, no es Bambi.