Los últimos días del mes de julio suelen arrastrarse, lánguidos y eternos, y cualquier excusa -sobre todo si es jugosa intelectualmente- resulta propicia para lanzarse advenedizamente a tareas ajenas a la soporífera rutina.
Así las cosas, una desprendida lectura del fin de semana -en este caso del artículo La “izquierda Viriato” de Joaquín Estefanía, publicada en EL PAÍS el pasado domingo 21 de julio- me ha servido de diletante coartada para tratar de investigar lo más relevante que ha dado de sí lo que podríamos llamar el affaire Fusaro y del que las redes y los medios han dado mucha y buena cuenta.
Entre otras cuestiones, afirma Estefanía en su artículo que anda la izquierda sumida en un debate en off que tiene como punto de partida una polémica entrevista publicada por Elconfidencial (realizada por el periodista Esteban Hernández) al polémico filósofo italiano Diego Fusaro, de quien se predica su paradójica habilidad para abrazar posturas marxistas al mismo tiempo que tesis conservadoras.
Sobre el contenido de la enésima batalla dialéctica izquierdista -aquellos que, de la mano de las agudas y provocadoras ideas de Daniel Bernabé, creen que estamos sumidos en la trampa de la diversidad, habiéndose tornado en fucsia y arcoíris lo que antes el era rojo propio de la izquierda; frente a quienes, como Monedero, tratan de desactivar las trampas de la trampa de la diversidad– mejor acudir al ruido furioso de las redes y las réplicas y dúplicas cruzadas.
Sin embargo, y aparentemente mucho más prosaico, lo que verdaderamente me sedujo de la entrevista de Fusaro fue su expresiva aseveración -subrayada en la pieza de Estefanía- de que en estos tiempos, con una mano se multiplican los derechos civiles pero con la otra se reducen los derecho sociales. Una proposición sugerente que aquí nos sirve para plantear algún que otro interrogante que tiene que ver con los derechos fundamentales. Veamos.
Es un lugar común considerar que los derechos civiles y políticos son de diferente naturaleza o categoría que los derechos sociales, económicos y culturales. Así las cosas y respecto de estos últimos es habitual -por la comodidad intelectual que supone declinar un análisis crítico- que se lleven a cabo alguna de estas dos, aparentemente contradictorias, aproximaciones: que los derechos sociales se consideren mera proposición o expectativa política y no verdaderos derechos exigibles (como los Principios Rectores de la política social y económica que integran el Capítulo III del Título I de la C.E.); o que se les considere algo costoso para las arcas públicas al requerir, para su efectivo cumplimiento, de la utilización de prolijos recursos económicos procedentes del estado y, en última instancia, de los tributos que se le exigen a la ciudadanía.
Sin embargo, a estas primeras intuiciones, se le deben hacer, al menos, las siguientes dos apreciaciones:
En primer lugar, que todos los derechos tienen un coste económico claramente evaluable (Holmes y Sunstein) y ello tanto los llamados derechos sociales (educación, sanidad, etc.), que supuestamente implican siempre una prestación por parte del estado, como los derechos civiles (libertad de opinión, pluralismo político, propiedad privada, etc.) que aparentemente sólo requieren de la mera inactividad estatal, entendida como no interferencia en el ejercicio del derecho.
En segundo lugar, que la diferencia entre derechos civiles y sociales responde a criterios heurísticos, de ordenación o clasificación, pues, verdaderamente, nos encontramos ante un continuum de una misma realidad, en la que las obligaciones estatales son igualmente necesarias y exigibles, difiriendo tan sólo en una cuestión de grado (Courtis y Abramovich).
Es decir, cada derecho -debidamente positivizado, pues en otro caso, corre el riesgo de quedar en mera expectativa moral ya que estamos ante hijos de la ley– supone conceptualmente las mismas obligaciones estatales: respeto (es decir, no injerencia estatal), protección (ante la eventual obstaculización del disfrute del derecho por parte de un tercero) y satisfacción, entendida como la garantía y promoción necesaria para que cada cual, independiente de su condición o circunstancia, pueda acceder a los diferentes derechos, removiendo obstáculos y creando condiciones favorables para que todo titular tenga libre acceso y disfrute de los mismos (art. 9.2 de la C.E.).
Por tanto, como quiera que los derechos se pueden y se deben traducir a dinero, pues de otra manera no son nada -ya que cada derecho vale tanto como la garantía de efectividad que tiene detrás y ello implica desplegar recursos por parte del estado-, nos hemos habituado a llevar a cabo un metodológico análisis unidireccional que camina en el sentido que transcurre desde el estudio de cada derecho concreto a su pertinente memoria económica y ello para dilucidar si estamos ante un brindis al sol (o simple propaganda política) o ante una verdadera apuesta por el reconocimiento, garantía y satisfacción del derecho en cuestión.
Con este punto de partida y esta artificiosa visión dicotómica de los derechos fundamentales -la misma que, de alguna manera, utiliza Fusaro para articular su peculiar planteamiento-, se viene admitiendo, dócil y acríticamente, la paradoja de que para el mantenimiento del estado del bienestar se han de recortar determinados derechos sociales, lo que, en resumen, es tanto como afirmar que es necesario un desmantelamiento parcial y progresivo de aquello que se quiere mantener.
Sin embargo, si hemos de hacer caso a la referida tesis de que todos los derechos tienen igual naturaleza prestacional por parte del estado (en diverso grado, eso sí) deberíamos poder concluir que, al socaire de la crisis económica y con la excusa de las políticas de estabilidad financiera, podrían resultar también desvalorizados determinados derechos civiles o políticos, y ello por mucho que formalmente se multipliquen con meras promesas o proclamas carentes de respaldo económico.
Así las cosas, el auge de nuevas -o renovadas- fuerzas y tendencias políticas que abogan por la reducción drástica de impuestos o por la limitación -o incluso eliminación- de las facultades de la administración pública (el estado mínimo defendido por Nozick), y el respaldo social que las mismas están teniendo -aclamadas por colectivos diversos que, precisamente y por su precaria situación, más necesitarían de un consolidado estado redistributivo y garantista- nos debería alertar sobre el posible nacimiento de un perverso análisis económico del derecho de nuevo cuño, ahora en un sentido inverso al que veníamos acostumbrados.
Trato de explicarme: ante el miedo (real o infundado) por el permanentemente inminente riesgo de colapso y ante la pregunta de hasta cuándo se podrá mantener el actual y moribundo estado de cosas, siempre al riesgo del abismo (Marina Garcés), hay quien no dudaría -en un sesgado ejercicio de ahora o nunca fruto del vigente escenario de constante y amenazador anuncio del apocalipsis- en estar dispuesto a ceder derechos (no sólo sociales, también políticos y de toda la ciudadanía o de determinados grupos o minorías) a cambio de poder disfrutar, ahora, del teórico dinero que cuesta mantenerlos.
Es decir, frente al objetivo propio del estado social de búsqueda de la igualdad material (eso sí, a cambio del establecimiento y mantenimiento de un sistema tributario eficaz, progresivo y justo que financie/garantice cada derecho), determinados sectores sociales se prestarían a permutar de facto y por la vía de su vaciado de contenido, todo tipo de derechos (sociales, por supuesto, pero también políticos) a cambio de no entregar el dinero a las arcas públicas que cuesta su material ejercicio y respeto. Todo ello en un mezquino ejercicio de, en términos machadianos, confusión entre valor -incalculable desde el punto de vista moral, de los derechos en juego- y precio -el ridículo importe que cada persona, especialmente vulnerable, cree retener en su bolsillo y que no es ni remotamente suficiente para mantener su dignidad (art. 10 de la C.E.)-.
En resumen, sin perjuicio del interesante debate abierto tanto por la entrevista misma (pues deja entrever no pocas rencillas entre diversas maneras de acercarse a la izquierda) como por el contenido de los planteamientos de Fusaro, lo que convendría no perder de vista es lo fácil que resulta caer en lo que podríamos denominar la trampa de los derechos fundamentales y es que tanto los civiles y políticos como los sociales solo cobran sentido cuando existe una verdadera voluntad política -léase también económica- de respetarlos materialmente, lo que más allá de la propaganda, implica recursos materiales que el estado debe obtener.
Los derechos, todos, cuestan dinero y como nos enseñaba el filósofo Michael Sandel, hay cosas que no deberían estar a la venta.