La crisis generalizada que venimos padeciendo ha dejado en muchas personas un vicio difícilmente superable, me refiero a la cada vez más constante manía de utilizar el sintagma “la crisis generalizada que venimos padeciendo” para, como si de una navaja suiza multiusos se tratara, afanarse en explicar una desagradable situación, empecinarse en argüir en contra de una determinada decisión política o, más prosaicamente, comenzar cualquier artículo de opinión.
Así las cosas y partiendo de una definición canónica (para la R.A.E. “crisis” se define, en lo que nos ocupa, como una “situación de un asunto o proceso cuando está en duda la continuación, modificación o cese”) las apelaciones permanentes a una crisis sin fin podrían habernos hecho creer que la insoportable levedad de la política (Judt) estaba a punto de modificarse o cesar con un cambio tan necesario como inaplazable.
Dentro de este escenario y (parafraseando a Mark Twain) con las malditas mentiras que suponen las encuestas, nos atrevimos a soñar con unas urnas llenas de papeletas que, ya desde las elecciones andaluzas, comenzaran a insuflar un aire nuevo a la maltrecha situación.
Sin embargo, frente a esta expectativa ciudadana, no tardamos en padecer el inquebrantable martilleo de los apocalípticos del cambio, de los encastillados en el poder, de los agoreros del miedo, de los vendedores del “mejor esperar a que pase la marea” o de los feligreses del «que me quede como estoy».
Con esta premisa, y caminando de la mano, los autodenominados “partidos mayoritarios” se han aliado para desplegar su trampa del miedo y es que, ya se sabe, “gobernar a base de miedo es eficacísimo” (Sampedro).
El resultado, en este primer envite autonómico (haciendo la inevitables abstracciones por las singularidades, interesadas muchas, de nuestra querida tierra andaluza) es de sobra conocido.
Sólo cabe decir que si en los estudios sociológicos la metáfora de la liquidez (Bauman) ya resulta un concepto imprescindible, en nuestra querida España podemos ir acuñando el símil de la “política gaseosa”, y no sólo por razón de la vacuidad, precariedad o volatilidad de nuestras instituciones (que también), sino, principalmente, por analogía con el más castizo sentido de que, tras las espectaculares efervescencias iniciales, todo vuelve a una normalidad gatopardesca que observa, inalterada, como los aparentes cambios conducen inexorablemente a una inalterable realidad que se pudre en los rincones.