HÉROES HERIDOS

 

 

Recuerdo haber leído -en aquella época juvenil en que resultaba casi obligatorio buscar refugio en universos lejanos como los que dibujó Tolkien– una serie de novelas fantásticas en las que, sobre el protagonista, pesaba la condena de ser un campeón eterno, un hombre con la inexcusable obligación de ser un héroe en diferentes tiempos, mundos y circunstancias.

Hasta la literatura más aparentemente banal tiene una sutil carga ideológica, como perspicazmente apuntó Marta Sanz en su subversivo ensayo “No tan incendiario”.

Veinte años después de aquellas lecturas, parece que muchas cosas hubieran dado un profundo vuelco. Muchas mujeres y unos cuantos hombres ya son conscientes de que el reparto de roles tradicional -e interesado- no supera ningún elemental juicio de Justicia, como tampoco respeta las más intuitivas aproximaciones al principio de igualdad.

Consecuentemente, hoy nos repartimos trabajos domésticos, reivindicamos normas y políticas igualitarias, apostamos por equitativas medidas de conciliación para madres y padres, aborrecemos de las indignas brechas que separan a hombres de mujeres, nos peleamos con el lenguaje para que represente una realidad múltiple, o nos batimos el cobre dialéctico con quienes dolosa o imprudentemente identifican feminismo con una guerra abierta contra todo lo masculino.

Nadie dijo que fuera fácil. Tomando como referencia una simplificada aproximación al binomio de categorías marxistas, podemos concluir que existen tantos elementos de la infraestructura como de la superestructura -convenciones y presiones sociales, singularmente acuciantes en determinados sectores profesionales; tradiciones arraigadas; poderes económicos que terminan mercantilizando cualquier lucha legítima; confesiones religiosas; programas de televisión; o micromachismos inoculados sutilmente- que determinan que la abdicación por parte de los hombres de sus históricos privilegios no resulte materialmente apacible ni gratificante más allá de la satisfacción moral de hacer lo correcto.

Que no se trate de una tarea fácil conduce, precisamente, al desconcierto del héroe, o lo que es lo mismo, a considerar, si quiera automática o inconscientemente en un primer momento, que al despojarnos de los atributos propios del ideal típico del macho potencialmente líder y heroico, una vez más, estamos realizando actos valerosos, que merecen de especial agradecimiento y que tienen una trascendental importancia. Así, nuestra renuncia a parte de nuestras meteóricas carreras profesionales, nuestro tiempo extra en tareas de cuidados, nuestra entereza ante las miradas extrañadas y risas apenas disimuladas de nuestros jefes y amigos, o nuestra dedicación adicional al hogar serían cosa propia de campeones y como tales desearíamos que se nos reconociera.

Sucede como cuando una estrella de cine aparca su estelar carrera para dedicarse al teatro, si bien su decisión sólo se entiende -y sobretodo le reconforta- cuando crítica y público le muestra su admiración por su autenticidad y compromiso artístico.

Basta pasear el vocablo “héroe” por cualquier diccionario para encontrar descripciones en las que se pone de relieve lo abnegado, extraordinario o valeroso de la hazaña o proeza que lo define.

Así, la paradoja del héroe conlleva que, en nuestra decidida huida del personaje rancio y desdeñable del súper hombre, corremos el riesgo de caer en la caricatura del nuevo héroe dulce o herido, titánica y esforzadamente feminista.

Se trataría pues de la ridícula tarea de mudar la portentosa empresa de traer el pan a casa por la no menos deslumbrante gesta de la renuncia al inicuo privilegio. En definitiva, abandonar el caparazón del héroe tradicional para pasar a desempeñar el papel de un amable y condescendiente héroe hipermoderno, y en el camino, seguir ocupando una posición de superioridad, más sutil, pero igualmente egocéntrica, al seguir sobrevalorando nuestras generosas actitudes, e infravalorando los comportamientos idénticos de ellas.

Sin embargo todo lo dicho, resulta claro que una sociedad justa no debería demandar hechos extraordinarios o heroicos a su ciudadanía.

El día a día de una sociedad decente debe construirse con el convencimiento sincero de sus miembros de actuar como es debido en cada pequeño gesto cotidiano, eliminando -los hombres- la absurda idea de que merecemos reconocimiento o tratamiento de semidioses por hacer, simplemente, lo que tenemos que hacer (y lo que, hace tiempo ya, deberíamos haber interiorizado), esto es: convivir en un régimen, el democrático, en el que cada cual tiene cabida y puede desarrollar su proyecto de vida libremente y por igual, en el que se nos ofrece tanto como se nos exige y en el que se deben repartir, equitativamente, beneficios y cargas entre todas y todos. Sin necesidad de héroes ni heroínas.

 

[Publicado en TRIBUNA FEMINISTA el 30/10/18]