Estamos acostumbrados a vivir en la pura contradicción. A lidiar con dilemas que tratamos de solventar -esquivándolos algunas veces, afrontándolos las menos- de manera precaria y provisional, con tal de poder seguir caminando.
Así las cosas, en la era ante Covid-19 nos resultaba habitual navegar entre el deber moral de solidaridad para con quienes más lo necesitan y el continuo reclamo publicitario que nos invitaba al individualismo más febril y hedonista.
Del mismo modo, y como ha puesto de relieve el siempre interesante filósofo norteamericano Michael J. Sandel, en nuestra vigente era Covid-19 también nos vemos obligados a convivir con mensajes contradictorios como el típicamente individualista distanciamiento social, y el más propio del comunitarismo, juntos podemos acabar con esta crisis.
En este mismo sentido de continua perplejidad, estos días no dejamos de escuchar, una y otra vez, un término que, por su manifiesta ambigüedad, también nos genera incertidumbres y no pocos interrogantes, algunos de los cuales pasan por cuestionarse en qué consiste ser un héroe o si, realmente, deseamos vivir en una sociedad plagada de héroes.
En un reciente documental emitido por La 2 sobre la prolífica vida de Emilio Lledó -el imprescindible filósofo que, con ocasión de una de las últimas elecciones generales que se han celebrado solo deseaba, no sin voluntarioso optimismo, que volviera la decencia- el profesor sevillano recordaba que Ulises, tal vez uno de los más grandes héroes de todos los tiempos, ante la tentación de Calipso (quien, recordamos, le ofrecía la vida eterna a cambio de olvidar su pasado y quedarse a su lado) eligió la vida mortal que suponía volver a los brazos de su añorada Penélope.
Esa decisión del mítico y astuto rey de Ítaca -paradójicamente el gran nostálgico según Kundera, pero esa es otra historia- puede entenderse como elegir, tras veinte años de gloriosa épica (guerras, viajes, tribulaciones), volver a casa para llevar una vida prosaica con su esposa y su hijo Telémaco. Un gesto que nos podría hacer sospechar que, incluso uno de los más fascinantes héroes de todos los tiempos, cansado de tantas e inciertas aventuras, anhela conseguir la paz y las certezas propias de la cotidianidad.
La ordinaria humanidad del héroe de la guerra de Troya concuerda con la posible solución de uno de los más conocidos casos dilemáticos de la ciencia penal: la “tabla de Carneades”. Un experimento mental en el que dos náufragos en alta mar consiguen asirse a una pequeña tabla de madera que sólo puede aguantar el peso de una persona. Ante la inevitable tragedia, sin duda, sería admirable y heroico por su parte que uno de los marineros naufragados se soltara permitiendo que su compañero salvara la vida, pero en las facultades de Derecho se enseña que la Ley no puede exigir conductas heroicas y por eso, para el caso de que uno de los náufragos golpeara al otro con el objetivo de no ahogarse y salvar su vida, el conflicto entre dos bienes jurídicos de igual valor (la vida humana) sumado a la imposibilidad legal de exigir otra conducta, deberían determinar una eventual sentencia absolutoria para el marinero que salvó su vida.
Para la R.A.E. “el héroe” (o la heroína) es la persona que se distingue por haber realizado una hazaña extraordinaria, especialmente si requiere mucho valor. Resulta difícil resistirse al seductor halo romántico que envuelve a la figura del héroe. Ideales como la libertad, la independencia, la determinación, la audacia, la astucia o el coraje se asocian comúnmente a los muchos héroes y heroínas que en el mundo (y en la literatura o en el cine) han sido.
Sin embargo, cabe cuestionarse si en las sociedades jurídica y políticamente bien organizadas y cuya virtud principal sea la Justicia distributiva (Rawls) la aparición de héroes extraordinarios no sería sino el resultado de una patología, y ello porque el normal y cotidiano desenvolvimiento de los derechos y las obligaciones de la ciudadanía no debería requerir de acciones o gestas portentosas que, como se ha visto, no tenemos la potestad legal (tampoco, moral) de exigir a nadie.
Por tanto, no se trataría de dejar nuestras vidas a merced de dudosos e improvisados salvadores de la patria -patria que, como defiende el poeta cordobés García Casado, no deja de ser algo tan aparentemente aburrido o prosaico como pagar impuestos o tener una sanidad o una educación pública– o mucho menos de difusos gobiernos de emergencia nacional -recuérdese que incluso el presidente Azaña, vitoreado como hombre providencial, apostaba por una república que funcionara por sí misma, sola, sin hombres excepcionales a su timón- tampoco fiarlo todo al loable y meritorio sacrificio de unos cuantos (personal sanitario, profesorado, militares, cajeras de supermercado, transportistas, cuidadores, etc.) que, como en el caso de tabla de Carneades, no estamos legitimados a exigir, si bien sí que debemos agradecer, sincera y emotivamente, su titánico esfuerzo.
Parecería pues que, en lugar de demandar la esporádica y salvífica aparición de héroes (individuales o reducidos a algún colectivo), una sociedad justa bien podría ser aquella que (como permite la propia Constitución Española) sea capaz de reorganizar su economía de una manera que promueva el bien común, distribuyendo equitativamente los beneficios y las cargas entre todos y todas. Es decir, una sociedad que apueste, sin sobresaltos, por otro tipo de heroicidad ciudadana, la del Ulises que vuelve a Ítaca. Una sociedad -y aquí estamos todas y todos comprometidos, pues no podemos renunciar a nuestro evidente deber cívico- que defienda una política económica y social que no escatime ni regatee en sanidad pública, en educación pública, en políticas de cuidados públicas o en la firme garantía de las personas trabajadoras, y todo ello, por supuesto, sin olvidar en el camino a quienes carecen de los recursos primarios más esenciales.
Texto publicado en Filosofía & co