Cada crimen demanda su juicio, o lo que es lo mismo, todo lo que hacemos, por extraño o insólito que parezca, nos interpela solicitando una narración que le otorgue sentido.
No nos conformamos con conocer quién ha cometido el delito. Descubrir que A mató a B. No es suficiente. Necesitamos que nos narren, como hacen las sentencias cuando recogen un relato de hechos probados, una historia en la que se dé cuenta de por qué el delincuente decidió en algún momento apartarse de la ley. Echar la vista atrás y desandar el camino de baldosas amarillas que une el banquillo de los acusados con la mesa donde se trazan los planes perfectos que terminan fallando. Para eso nos sirve —entre otras tantas utilidades más prosaicas como tratar de alcanzar cierta paz social— un proceso judicial.
Sin embargo, Kafka imaginó un sórdido y asfixiante mundo en el que la función de los tribunales era otra bien distinta.
«El proceso» arranca con una de las más célebres y enigmáticas frases de la historia de la literatura: «Alguien debió de haber calumniado a Josef K, porque sin haber hecho nada malo, una mañana fue detenido». A partir de ese insólito momento, la vida del protagonista discurrirá por un camino que responde, como pone de manifiesto Orson Welles al comienzo de su angustiosa y desasosegante versión cinematográfica, a la lógica de los sueños o de las pesadillas.
Nunca lograremos descubrir de qué se le acusa al Sr. K. —y, como es sabido, no es posible defenderse ante lo indeterminado—, ni acertaremos a comprender las reglas o las fases de un ininteligible y laberíntico proceso que, como ocurre con las escenas que se superponen en la novela, no vienen de ningún sitio ni conducen a lugar alguno. Se trata de un procedimiento absurdo, es decir y de acuerdo con su origen etimológico —que contiene la raíz surdus (sordo)—, una concatenación de palabras disonantes en las que el acusado y sus razones no son escuchadas ni atendidas. Un nolugar en el que carece de sentido esforzarse por ser persuasivo o por narrar mejor que el otro ya que no hay concurso posible entre relatos; se trata de mera ceremonia autorreferente y vacía; forma sola, sin ningún significado. Un proceso que, más allá de la evidente crítica a la hipertrofiada burocracia o, incluso, a los estados totalitarios en los que el poder —que todo lo controla— se infiltra hasta en los recovecos más íntimos de la vida la ciudadanía —recuérdese que la policía permanece en la habitación de K. mientras éste se viste—, también nos sirve, como una suerte de metáfora jurídico-literaria, para, aunque resulte contradictorio, narrar o dar sentido al sinsentido.
La incoherente sucesión de breves y sinuosos episodios que vive el Sr. K. tras su injustificada detención rompen con cualquier hilo narrativo. No responden a ninguna lógica espacio-temporal ordinaria. Hay saltos de días o meses entre un capítulo y otro, y no hay continuidad entre los escenarios en los que se desenvuelve la onírica peripecia del acusado, que sube y baja interminables escaleras o abre puertas que conducen a lugares imprevisibles.
El sentido desaparece. La línea del tiempo que nos sirve para poder articular la narración de una historia se difumina, explota y se dispersa en infinitos puntos inconexos entre sí. Como supo denunciar Byung-Chul Han —un filósofo pop con la aguda capacidad de someter a crítica la contemporaneidad— en su espléndido libro, de título no menos hermoso, «El aroma del tiempo», viviríamos una época de atomización o discontinuidad del tiempo en la que se habría perdido la experiencia de la duración, de tal modo que la vida «ya no se enmarca en una estructura ordenada ni se guía por unas coordenadas». Una vida atomizada que, de acuerdo con este esquivo filósofo, implica a su vez una «identidad atomizada». Seres sin duración, sin sentido, episódicos, sin aroma, absurdos, disonantes, sin una narración —que discurre por una línea y no por puntos dispersos, entre los cuales, necesariamente, hay siempre un vacío—, sin historia, sin memoria, sin porvenir.
Como el Sr. K.
El lisérgico y tortuoso proceso que Kafka imagina desarma —y desalma— al detenido, lo reduce a un mero ente sin potencialidades, sin atributos, sin categorías, un término que alude a lo que podemos predicar del ser y que, curiosamente, significaba acusación en su lejana etimología griega.
Parecería pues, que, incluso este singular y errático remedo novelesco de un procedimiento judicial, al situarnos frente a algunos de nuestros temores más sombríos —como que nos quiten el derecho a, como cantara el poeta, pedir la paz y la palabra–, nos puede ayudar a comprender-nos, a ofrecer voz al ahogado grito del silente, a darle sentido a nuestro acelerado y disperso mundo.