Jugadores sin memoria

 

Todo verano tiene algo de regreso y de huida. Más ahora, que está de moda un escapismo que vale tanto para escabullirse de una discutible orden de detención y de paso forzar el sonrojo de quien se creía un trágico héroe nacional(ista) y ha quedado reducido al papel de un ridículo y asustadizo dónde está Wally de saldo; como para evadirse de un tiempo inane en el que el chusco postureo político roba toda la atención a la genuina preocupación por la gestión pública del interés general.

En ese continuo llegar y partir que pronto dejará paso a septiembre y sus promesas incumplidas, aún queda margen para ganarle otra partida a los algoritmos y celebrar el ritual de, como reza el tópico, sumergirse en las páginas de alguna de esas obras incómodas que nos ayudan a entendernos, contradicción como somos.

Como se sabe, la Ilíada es un texto eterno que narra el último año de la sanguinaria guerra de Troya, ocupándose en sus 24 cantos de innumerables asuntos que orbitan en torno a la cólera de Aquiles y su trágico destino. Pues bien, si nos acercamos a los incontables combates narrados en el gran poema épico, descubriremos que cada personaje, antes de iniciar una pelea, pregunta su nombre al contrincante quien aprovecha para contar un pequeño relato, apenas un retazo de su biografía, que permite hacernos una idea de cual haya podido ser su peripecia vital hasta el momento de su inminente muerte. Y es que, como ha sabido subrayar el maestro Emilio Lledó, somos principalmente memoria —también imaginación—, si bien entendida ésta no sólo como mero baúl en el que almacenar lo que hemos vivido, sino como la lengua que hablamos sin haberlo elegido o como todos los relatos compartidos que atesoramos por el mero y azaroso hecho de haber nacido en un tiempo y un lugar determinado. Se trata así de una memoria que únicamente puede entenderse desde un nosotros que teje y desteje, como la sabia Penélope, y en el que, por tanto, cada hombre y cada mujer tiene algo relevante que decir aunque, como en el caso de la Ilíada (donde no hay una sola muerte anónima) se reduzca a lanzar al mundo su historia —piénsese que quien huye, en este caso sí con épica y drama, de un país asediado por la violencia o la intolerancia, al llegar a una frontera sólo cuenta con su relato vital como prueba de su solicitud de asilo o refugio— justo cuando se está a punto de morir en combate, ofreciéndose así a la memoria del otro. Vivir, pues, entendido como un permanente e inevitable proceso en común de constante re-construcción imaginativa en el que la memoria se torna en futuro y posibilidad.

Frente a este modo —si queremos humanista— de considerar ese quehacer perplejo que llamamos existencia y por virtud del cual nos apoyamos en un relato en el que cada vida cuenta —en el doble sentido de que tiene importancia y, al mismo tiempo, da razón y narra su propia historia—, hoy se tratan de abrir paso otras tantas formas de contarnos la vida que pretenden que nos consideremos como todopoderosos héroes aislados y solitarios, protagonistas exclusivos y excluyentes de nuestra singular y única epopeya vital. Como puso hace algún tiempo de manifiesto el periodista Pedro Vallín, una de las teorías conspiranoicas más chifladas que se vienen inoculando desde no sabemos qué profundidades de la red es la que sostiene que en el mundo sólo hay unos pocos miles de personas, no ocho mil millones, quedando el resto de seres que pululan por este desvencijado —y acaso plano— mundo reducido a simples NPC («non player character» o «personaje no jugador») un término muy extendido en el mundo de los videojuegos y que alude a esos prescindibles y anónimos simulacros de personas que hormiguean por la pantalla sin apenas interactuar con la realidad y que reducen su quehacer a una repetitiva e irreflexiva rutina que sólo tiene como finalidad decorar nuestras acciones y decisiones.

Mas nuestra vida, afortunadamente, no es El show de Truman y los demás ni son de atrezo ni meros adminículos que están ahí para que los utilicemos a nuestro beneficio y capricho.  Pero es que, a decir verdad, tampoco nosotros tenemos la seguridad de no ser objeto de esa miopía reduccionista y bien podríamos también quedar reducidos a meros NPC a ojos de los y las demás, de tal suerte que acaben mirándonos —y tratándonos— como si sólo fuéramos actores de reparto destinados a aderezar su escenario vital.

Por todo, huir de la lectura de la vida que nos ofrece la literatura —o el arte en general— resulta inquietante, y se antoja un nuevo intento de propagar un modo individualista y ciego de ver el mundo, un egoísmo que corroe la humana facultad de sentir empatía por el otro (que queda reducido a un mero ente anónimo, instrumental e intrascendente para nuestra vida), que impide que nos veamos reflejados en la mirada de los demás (que, como nuestros ojos, también alberga temores, derrotas o ilusiones que tanto se parecen a las nuestras) y que ataca el refugio de la memoria misma, compartida, trenzada con infinitos hilos.

Ya se sabe: es eso de ponerse en el lugar del otro y, al mismo tiempo, dejarle a ese otro que ocupe nuestro sitio. Un intercambio tan incómodo como necesario, de vez en cuando.

 

 

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