Aquel reflexivo grito del siglo XX de “piensa globalmente, actúa localmente” –think global, act local-, nacido en el seno de la lucha por un planeta saludable y que creció hasta aplicarse al mundo de la política, los negocios o la cultura, invitaba a dos actividades humanas y cívicas que debieran resultarnos inalienables: la reflexión y la consecuente acción.
Mucho se ha venido escribiendo en los últimos días acerca de la reforma de la llamada “Jurisdicción Universal” que plantea el grupo parlamentario del partido en el gobierno, con apresurada nocturnidad y alevosía. Pero, ¿de qué hablamos cuando hablamos de Jurisdicción Universal?
Con el fin de evitar la impunidad de quienes cometen los crímenes más atroces (genocidio, terrorismo, trata de personas, tráfico de drogas, etc.) la Comunidad Internacional en su conjunto (o casi) apostó por el principio de Jurisdicción Universal, recogido y garantizado en nuestras leyes internas en el artículo 23.4 de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ). Se trata de una excepción al criterio de territorialidad de las leyes penales, es decir, al hecho de que los tribunales españoles sólo resulten competentes para enjuiciar los delitos cometidos dentro de nuestras fronteras (entendidas éstas también como comprensivas de los que ocurra en buques y aeronaves españoles). La territorialidad, no obstante, presenta en el mencionado artículo 23 LOPJ tres excepciones:
A) El principio de personalidad, que opera cuando se cometen hechos penados por nuestra leyes, aunque hayan sido cometidos fuera del territorio nacional, siempre que los criminalmente responsables fueren españoles (personalidad activa) o extranjeros que hubieren adquirido la nacionalidad española con posterioridad a la comisión del hecho y, además, concurrieren una serie de requisitos como son, en esencia, que el hecho sea también punible en el lugar de ejecución (principio de doble incriminación); que se interponga querella ante los tribunales españoles; y que el presunto delincuente no haya sido ya penado, absuelto o indultado en el extranjero (non bis in ídem).
B) El principio real o de ofensividad, por virtud del cual, la jurisdicción española conocerá de los hechos cometidos por nacionales o extranjeros fuera del territorio de nuestro país cuando ataquen a bienes jurídicos de especial trascendencia para el estado. Así, delitos de traición y contra la paz o la independencia del Estado, crímenes contra el titular de la corona; rebelión y sedición; o falsificación de moneda española.
C) Por último, el principio de Jurisdicción Universal, que respondería a la necesidad de la Comunidad Internacional de evitar la impunidad en los supuestos de los delitos más graves perpetrados contra los Derechos Humanos, tales como genocidio, terrorismo, piratería, falsificación de moneda extranjera, prostitución corrupción de menores y trata de personas, mutilación genital femenina o tráfico de drogas.
Como fácilmente puede deducirse, los primeros dos criterios requieren para operar que concurran diversos condicionantes o “puntos de conexión” con nuestro país (nacionalidad de los partícipes, repercusión en bienes jurídicos españoles, etc.), sin embargo la Justicia Universal responde al ideal de la acción judicial cercana sin más limitación que la mirada puesta en el escenario, mundial, de la Comunidad Internacional, evitando la impunidad derivada de los cambios de fronteras.
Piensa globalmente, actúa localmente.
España, antes referente mundial en esta materia si bien desde 2009 (por mor de una reforma operada, por consenso entre PSOE y PP) en franco retroceso, está a punto de derogar -por la vía de vaciar de contenido real un concepto- el tan citado principio de Justicia Universal, y ello, según parece, por espurios motivos de mercado, ya que nos encontraríamos frente a un nuevo “recorte”, si bien éste con el pretendido fin de no perjudicar las relaciones con terceros países (eso sí, estados manifiestamente infractores de Derechos Humanos), como si realmente un buen negocio pudiera tener como obstáculo un proceso judicial o la persecución de un criminal genocida.
Nuestro legislador, en un nuevo desprecio a la ciudadanía, va certificar la muerte anunciada por la reforma operada en 2009 de la Justicia Universal en España. ¿Las razones? Pues seguramente habrá que buscarlas en las finanzas o el comercio y los intereses transnacionales. Los grandes negocios casan mal con la Justicia y los Derechos Humanos. Sin embargo, a fuer de ser sinceros, sólo podemos especular por los motivos que expliquen este desaguisado jurídico y ético, ya que el Legislador se resiste a justificar el porqué de este cambio y para ello, en la Exposición de Motivos de la Ley de reforma que ahora se presenta en el Parlamento, se escuda el Grupo Popular en un argumento que, simple y llanamente, no es cierto. Es decir, que la reforma se basa en una falacia.
Así, se nos quiere hacer creer que ya desde la previa modificación operada en 2009 la Justicia Universal se adaptó al principio de subsidiariedad y a la jurisprudencia constitucional y del Tribunal Supremo, lo que ahora se consagraría definitivamente. Sin embargo la doctrina de los tribunales recaída en nuestro país no se acomoda ni a la reforma de 2009 ni mucho menos a la que ahora se perpetra. De ahí, la falacia denunciada.
Es cierto que el Tribunal Supremo (en la sentencia de 25 de febrero de 2003 y en el llamado «Caso Guatemala», iniciado por una querella interpuesta por Rigoberta Menchú) apostó por el llamado principio de subsidiariedad -en esencia, que la Justicia Universal y los juzgados españoles sólo actuarían cuando otro tribunal, extranjero o internacional, no lo hiciera o quedara clara su falta de voluntad de hacerlo- y por la concurrencia de «puntos de conexión» con nuestro país (víctima española, delincuente en nuestro país, etc.) que permitieran que nuestros tribunales pudieran conocer de los delitos contenidos en el citado artículo 23.4 de la LOPJ.
Sin embargo no menos cierto es que el Tribunal Constitucional en su Sentencia 237/2005, dictada como consecuencia de un recurso de amparo deducido contra la citada resolución del Supremo, resolvió que la Justicia Universal no debía regirse por el citado principio de subsidiariedad (que ahora la nueva Ley quiere imponer sin concesiones) sino por el de concurrencia -cualquier país es competente para enjuiciar los crímenes contra la Comunidad Internacional-, sin limitaciones o necesidad de articular puntos de conexión que, si bien son precisos en los otros casos de extraterritorialidad de la Ley Penal tal y como hemos visto, no resultan exigibles ante los delitos perseguibles en los supuestos de Justicia Universal.
Subrayaba allí el Constitucional que el artículo 23.4 LOPJ otorgaba, en principio, un alcance muy amplio al principio de Justicia Universal, puesto que la única limitación expresa que introducía respecto de ella era la de la “cosa juzgada” (esto es, que el delincuente no hubiera sido absuelto, indultado o penado en el extranjero), en otras palabras, el inicialmente redactado –previo a la modificación de 2009 y mucho menos de la que se pretende en 2014- instauraba un principio de Jurisdicción Universal absoluto, es decir, sin sometimiento a criterios restrictivos de corrección o procedibilidad, y sin ordenación jerárquica alguna con respecto al resto de las reglas de atribución competencial. Y todo ello, nos enseñaba esa Sentencia, porque, a diferencia del resto de criterios, el de Justicia Universal se configura a partir de la particular naturaleza de los delitos objeto de persecución. Lo acabado de afirmar, mantenía el Tribunal Constitucional, no implicaba, ciertamente, que tal hubiera de ser el único canon interpretativo del artículo 23.4 LOPJ, sin embargo, cualquier otra interpretación restrictiva -máxime cuando supusiera una limitación al acceso a la justicia-, podría significar una “aplicación del Derecho rigorista y desproporcionada” contraria al Derecho Fundamental a la tutela judicial efectiva, consagrado en el artículo 24.2 de la Constitución Española.
Es decir, que nuestro Alto Tribunal, corrigiendo al Supremo, entendía que el entonces vigente artículo 23.4 LOPJ –precepto que no se parece en nada a la redacción que ahora se propone por el Legislador- no era susceptible de interpretaciones restrictivas sin vulnerar no sólo su propia redacción sino también otros Derechos Fundamentales. Pero es más, nos enseñaba el máximo intérprete de nuestras normas que la Justicia Universal, como entonces estaba regulada en nuestras leyes, no precisaba de mayores “puntos de conexión” pues se trataba de un principio diverso al de personalidad y ofensividad, con un presupuesto jurídicamente superior.
¿Qué conclusiones podemos extraer? Pues que la reforma de 2014 –y la antecedente de 2009 que también pretendía justificarse en la jurisprudencia del Tribunal Supremo y del Constitucional- no busca acomodar la Justicia Universal a la interpretación, coherente con los Derechos Humanos, que hizo suya el Tribunal Constitucional sino que, por el contrario, pretender alterar la Ley para amparar una suerte de Jurisdicción Universal subsidiaria, inane, vacua y no ofensiva para con terceros países (como China, como Estados Unidos) y así poder llevar a cabo un “no-ejercicio” de este principio que no sea inconstitucional.
Es decir, se cambia la Ley para que, de ahora en lo que sigue –bueno, y también, por virtud de las disposiciones transitorias de la nueva norma, para los procedimientos en curso- se pueda dejar sin efecto la Justicia Universal, perpetrando una suerte de remedo o sucedáneo de ésta que exige conexiones y condicionante que, por su propia esencia, la Jurisdicción Universal no requiere y todo ello, además, envuelto en una indisimulada y mendaz explicación que decae tras el más superficial análisis.
De la reforma propuesta por nuestro Legislador podemos extraer un mensaje -que por desgracia no es piensa cívicamente, actúa dignamente, o ejerce y defiende tus derechos ciudadanos-, a saber: no dejes que la Justicia frustre un buen negocio.