Por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el de ser un hombre.
(ANTONIO MACHADO)
La diferencia es un hecho. La migración desemboca en grupos sociales en los que, necesariamente, coexiste no sólo una pluralidad de valores (el art. 1 de la C.E., reconoce el pluralismo -político, eso sí- como, precisamente, un valor superior en nuestro Ordenamiento) sino, y en lo que nos ocupa, pluralidad de culturas. La cultura -siguiendo a autores como PAREKH- es identidad. Multiculturalidad es, por tanto, sinónimo de multiplicidad de identidades humanas, todas ellas, como decíamos y fruto de los movimientos migratorios, asentados en una misma nación, en una homogeneidad económica, política y territorial.
Pues bien, sentado lo anterior, es decir, partiendo de la innegable realidad del fenómeno fáctico de la multiculturalidad, frente al mismo caben varios posicionamientos que, precisamente, gestionen el hecho de la diferencia, esto es, el tránsito desde la homogeneidad (previamente existente en las grupos sociales uniculturales) hacia la heterogeneidad de las sociedades multiculturales. Muy brevemente podemos resumir en TRES los modelos que tratan de la integración es decir, que pretenden dar respuesta al tránsito al que aludíamos, que se ocupan, por tanto, de gestionar el fenómeno de la diferencia, la multiculturalidad.
En primer lugar, el modelo de la asimilación, que parte de considerar como predominante la cultura propia -del estado previamente monocultural y receptor del emigrante-, sobre las demás. Esta pretendida preeminencia, es claro, termina con una vuelta a la homogeneidad cultural, negando el multiculturalismo pues se entiende que la diferencia -la heterogeneidad cultural concurrente- es, ni más ni menos, que un riesgo para la democracia.
El estado receptor no reacciona frente a la diferencia, la niega. El recién llegado ha de acatar la cultura del lugar de destino y relegar, en su caso, a la esfera privada su propia identidad cultural, pues el espacio público se identifica como monocultural.
En segundo lugar, debemos analizar el modelo llamado de integración, que, si bien acepta la necesidad de reconocer la diferencia y, por ello, de realizar cambios y adaptaciones a la misma en la esfera pública, estas y aquellos corresponde asumirlos, monopolísticamente, a la cultura dominante, todo ello, además con el pragmático fin de eludir el conflicto social.
Por último, debemos mencionar el interculturalismo, que partiendo de la consideración de que ninguna cultura es superior a otra, arguye que entre todas las diversas identidades culturales es posible colegir unos valores comunes compatibles con los Derechos Humanos y los Principios institucionales de la democracia. Pues bien, partiendo de tal aseveración, corresponde al estado arbitrar lo necesario para crear una esfera pública en la que la diferencia tenga su hogar, en la que todas las identidades culturales se encuentren cómodas, recayendo, precisamente tal función de gestión de la diferencia en las diversas manifestaciones culturales concurrentes.
Hagamos un alto, tenemos hasta ahora dos premisas: una, la innegable e ineludible realidad multicultural, fruto, en esencia, del movimiento migratorio global; dos, la posibilidad de gestionar esta circunstancia de manera diversa. Pues bien, cabe ahora centrar nuestra atención, siguiendo el trabajo del profesor ZAPATA-BARRERO, en las alternativas posturas políticas que abordan el discurso sobre el hecho de la multiculturalidad. Nos referimos a lo que se ha dado en llamar tanto el discurso re-activo (que, con una innegable base conservadora, parte de considerar la concurrencia de diferencias como algo negativo que hay que paliar) como el discurso pro-activo (que, asumiendo como hecho histórico el multiculturalismo, se asoma a él con mirada progresista, considerándolo una oportunidad global).
Conocer el discurso -ya reactivo, ya proactivo- de una comunidad, supone un básico punto de partida para conocer la postura política de una comunidad ante el hecho de la cadena inmigración-multiculturalidad-gestión de la diferencia. En España -objeto de nuestra atención- el discurso político sobre la inmigración (con independencia del contenido ya reactivo, ya proactivo) tiene tres características elementales: (i) su objeto es, en esencia, la norma jurídica, lo que deriva en un carácter prescriptivo; (ii) es la Constitución Española (C.E.) el escenario donde trazar los diversos discursos políticos, así nuestra Carta Magna supone un presupuesto y un límite para uno y otro de los discursos que aquí nos concierne; (iii) por último, nos encontramos ante una fase muy inicial que, como se ha visto en las dos anteriores características, se conforma y detiene con la primera función del Derecho: tratar de regular, de gestionar una manifestación social, no se va más allá, esto es, no se aborda un reposado análisis del qué es, del por qué o incluso de cómo llevar a cabo políticas públicas de naturaleza no meramente centradas en normas de entrada/salida o control de inmigrantes.
La contraposición insalvable entre discurso reactivo y proactivo podemos apreciarla al acercarnos a las siguientes categorías o tópicos de aquél:
1.- Identificación del fenómeno multicultural. Si quiera indiciariamente, y fruto de cuanto se lleva recogido en este trabajo, ya no debe predicarse dificultad alguna en la apreciación de cómo es que la inmigración y el multiculturalismo resultante de aquélla, tienen para el discurso reactivo -conservador- la naturaleza de un problema, y es que se rechaza la diferencia y se eleva la monoculturalidad, la homogeneidad, a la categoría de santo y seña inalterable del estado.
Por contraposición a tal postura y como hemos visto también con anterioridad, para el discurso proactivo, ante el hecho de la multiculturalidad, el reto es su correcta gestión encaminada a la armónica coexistencia de la diferencia.
2.- Definiciones empleadas. Es claro que el lenguaje (y el discurso es razón, es sentimiento, pero sobre todo, por su manifestación, es lenguaje) no es neutro. Así, y partiendo de las encontradas posiciones de salida que hemos visto en el anterior punto, el discurso reactivo utiliza expresiones negativas todas -inmigrante ilegal, clandestinos, incivilizados- que vengan a conseguir el beneplácito y la asunción de los ciudadanos -únicos destinatarios de su discurso-, precisamente, apelando a sus sentimientos -falacia ad populum-. Este punto de partida, necesariamente, deriva en conclusiones negativas respecto al movimiento migratorio en cuanto que acto voluntario del recién llegado, quien -presume el discurso reactivo- conoce de la cultura que le espera y que, por tanto, si decidió venir, asume que ha de acatar de forma automática -si acaso, como en el modelo asimilacionista, podrá limitar sus expresiones culturales al ámbito de su esfera privada- el monocultural escenario del país receptor.
Muy al contrario, pero con la misma finalidad, el discurso proactivo -dirigido a la población toda, sin distingos entre nacionales e inmigrantes- acude a veces a expresiones eufemísticas -ciudadanos del mundo- para paliar el ataque verbal reactivo, rechazando, además, la premisa de la migración voluntaria -y por tanto rechazando el resto de consecuencias que se extraen de esa afirmación-, e incidiendo no ya en la oportunidad que la diferencia supone para un estado, sino en que éste, además, tiene una obligación moral de acoger al inmigrado, que es, nuevo ciudadano emergente.
3.- Orientaciones Políticas básicas: prioridades. Ya hemos avanzado mucho en cuanto a los perfiles de uno y otro discurso. Ahora nos toca ver cómo las diversas y antagónicas concepciones de un mismo hecho se reflejan en la vertiente práctica derivada de la actuación parlamentaria.
Así, para el discurso reactivo, su caballo de batalla está en la elaboración de normas sobre seguridad, en tanto que nosotros debemos tener la tranquilidad de que ellos son legales y buenos puesto que el inmigrante ilegal es sinónimo de todo lo rechazable moral y jurídicamente. De ahí que se proponga el reforzamiento de fronteras, el control de los ilegales -frente a nosotros, a este lado de la Ley- y lo que, en resumen, puede definirse como políticas de Orden Público.
Para el discurso proactivo, la valiosa diferencia -el multiculturalismo tiene una doble acepción, es tanto un hecho, como, además, un valor, en tanto que propugna una sociedad en la que las diversas culturas coexistan en igualdad y armonía-, ha de tratarse desde postulados de dignidad humana (art. 10 de la C.E.), cohesión social, no discriminación y, sobre todo, búsqueda de útiles jurídicos y sociales para la eliminación de la dicotomía -con las consecuencias en cuanto a garantía, reconocimiento o ejercicio de derechos-, ciudadano/inmigrante.
Por lo tanto y en conclusión, podemos resumir la postura de uno y otro discurso en los siguientes puntos:
De un lado, la opción reactiva, conservadora, parte, precisamente, de reaccionar negativamente frente al multiculturalismo como hecho. Alega y defiende la primacía de su cultura y, con sus postulados -que lo son defensivos, de garantía y de control frente a la diferencia- se acerca a soluciones -al mal que es la inmigración- que oscilan entre el asimilacionismo y tímidos esbozos integracionistas.
De otro lado, el discurso proactivo, aprecia el multiculturalismo -como hecho y como valor- pues trata de una realidad que supone una oportunidad para la diferencia. Su gestión pasa por atender a la persona -ciudadano o recién llegado-, en cuanto que titular tanto de derechos fundamentales como de una inalienable dignidad humana, y todo ello encaminado a la recta armonía de la conjunción y convivencia de diversas identidades, y todo ello, además, partiendo desde posturas (progresistas) que desde la integración tienden hacia el interculturalismo.
El multiculturalismo es un hecho. Pero también es un valor.