LA LEY COMO ESCONDITE POLÍTICO

 

 

 

El psicólogo estadounidense Abraham Maslow no sólo levantó la célebre pirámide de las necesidades humanas que lleva su apellido, también popularizó el martillo dorado o martillo de Maslow. Se trata de la conocida falacia en la que caemos cuando usamos las mismas respuestas para diferentes preguntas, especialmente cuando resulta evidente que no existe relación alguna entre unas y otras. Gráficamente se simplifica en que si sólo tienes un martillo es tentador tratar todo cuanto te rodea como si fuera un clavo.

El martillo dorado de los profesionales de la política es la Ley penal y, especialmente, la presunción de inocencia. Les vale lo mismo para un roto que para un descosido.

De acuerdo con el Tribunal Constitucional, el derecho a la presunción de inocencia “se configura, en tanto que regla de juicio [penal], y desde la perspectiva constitucional, como el derecho a no ser condenado sin pruebas de cargo válidas, lo que implica que exista una mínima actividad probatoria realizada con las garantías necesarias, referida a todos los elementos esenciales del delito, y que de la misma quepa inferir razonablemente los hechos y la participación del acusado en los mismos”.

Esto es, toda persona sospechosa sometida a un juicio y todavía no condenada se entiende inocente, pudiendo incluso adoptar una actitud de defensa pasiva, pues es a la acusación a quien le corresponde probar los hechos delictivos que sean objeto de la causa.

A quien se dedica a la política se le debe exigir no sólo respeto a la Ley, sino también, y sobre todo, decencia, virtud cívica y compromiso ético. Por el contrario, a la persona investigada o imputada en un proceso penal se le debe respetar su legítimo, y garantizado constitucionalmente, derecho a no conducirse de esa manera, pudiendo incluso ocultar aquello que le pueda perjudicar o, simplemente, callar ante quien le pregunte.

En definitiva, el juego de la presunción de inocencia –prevista para operar en el marco de un proceso judicial penal (o, en su caso, dentro de un procedimiento donde la Administración ejercite su poder punitivo)- tiene sentido exclusivamente en su contexto, y fuera del mismo se vacía de contenido, corriendo el riesgo de quedar ridiculizada, de pervertirse y de resultar ser un mero grito panfletario.

No existen pues, necesariamente, vasos comunicantes entre el garantismo propio del proceso penal y las obligaciones, mucho más exigentes desde el punto de vista ético, de nuestros representantes públicos y ello de la misma manera que son diferentes la verdad judicial y la verdad a secas.

Por esto mismo, resulta inapropiado para el político pretender excusar comportamientos dudosos tratando de extender artificiosamente el ropaje penal extramuros de la Ley de Enjuiciamiento Criminal o del Código Penal, su ámbito normal de actuación. Y es que si bien unos mismos hechos, o incluso unos mismos indicios, pueden no ser suficientes para respaldar una condena judicial, sin embargo, pueden resultar sobradamente idóneos para exigir una contundente respuesta política.

Algo así se puede deducir cuando el Tribunal Supremo, al rechazar investigar a Pablo Casado por el Caso Máster, afirma que el líder del PP pudiera merecer otro tipo de consideraciones ajenas al Derecho Penal.

Al igual que en una partida de ajedrez no es admisible contarse veinte después de comerse un peón o defenderse gritando “casa” para evitar perder una dama o un alfil, en la arena política no debería permitirse el tramposo recurso de escudarse en un interesado uso de la ley para para evitar preguntas, rehusar dar explicaciones o mentir –por acción u omisión- en las respuestas.

Mucho menos deberíamos tolerar que el político pudiera abrazarse, como a una tabla salvavidas, a una resolución judicial que le exima, legalmente, de responsabilidad penal para así evitar tener que asumir, decentemente, responsabilidades políticas.

 

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