Una de las fortunas de tener una amiga librera es que, de tanto en tanto, se acuerda de ti cuando descubre un tesoro literario.
Me volvió a ocurrir por última vez hace unos días. Me escribió: “apúntate este: El camino de los difuntos. Lo vas a disfrutar… es breve. Lo ha escrito un abogado. Sobre un caso real con un preso de ETA en Francia”.
Este lacónico pero sugerente mensaje de mi metódica consejera sirvió para que me acercara a esta novela de apenas cincuenta intensas páginas. Se trata de la obra supuestamente autobiográfica del autor francés François Sureau quien efectivamente -y como como me anticipara mi generosa amiga- ejerció como jurista, dedicándose ahora prácticamente en exclusiva a la escritura.
La trama de la novela es sencilla: a comienzos de los años ochenta –cuando un fuerte viento del atlántico «traía bolsas llenas de reservas, de cocaína, de indiferencia por la miseria, del gusto por ir rápido y por ganar mucho dinero»– un joven abogado recala en la Comisión de Apelaciones de Refugiados de París. Allí, entre aburridos y monótonos expedientes, trata de colmar su amor por el derecho, sentimiento que parece reducirse a la estricta lógica y teórica racionalidad que debe presidir cualquier conjunto de normas.
Su pacífico idilio con el mundo jurídico -limitado a adivinar vidas ajenas sin llegar a comprenderlas del todo, encajándolas a la fuerza en las categorías del derecho- se quiebra cuando un ex etarra -Javier Ibarrategui- presenta su caso y argumenta que de ser devuelto a España, un país con una joven democracia, su vida correrá verdadero riesgo por la actuación miserable de los GAL.
El derecho se asienta sobre hechos y los hechos deben probarse para que el derecho pueda surtir efectos. Ibarrategui no tiene pruebas, cuenta tan sólo con su sincero relato, despojado de efectismos. En consecuencia, su solicitud es rechazada –»cuando un juez adopta un resolución es porque la decisión inversa le parece imposible de redactar»-.
Al poco tiempo nuestro protagonista –que ya ha abandonado su puesto en el tribunal de refugiados por una extraña desazón nacida tras el expediente Ibarrategui- conoce la noticia del asesinato del refugiado español a manos del grupo antiterrorista.
«La culpa tiene poderes de los que el amor carece» nos espeta un perturbado y derrotado narrador que concluye su relato confesando que Javier Ibarrategui ha estado con él cada vez que la cobardía o el deseo de agradar le empujaban a hacer concesiones o a retroceder ante los jueces.
El camino de los difuntos -publicada por Editorial Periférica y traducida por Laura Salas-, como si de un expediente administrativo o judicial se tratara, avanza seco, con un frío lenguaje forense que sin embargo no puede evitar recovecos cargados de lirismo. Toma como premisa un trágico episodio de nuestra historia reciente para abordar la ruptura que cada profesional del derecho tiene entre el cernudiano deseo de un puro idealismo jurídico y la inexorable realidad plagada de matices, expectativas y frustraciones difícilmente evitables y mucho menos susceptibles de plegarse a la artificiosa rigidez de una regla jurídica.
Parafraseando al dramaturgo español Juan Mayorga, el derecho, como la vida, se basa en la memoria pero también en la imaginación (esa facultad humana que sirve para crear mundos ideales). La vida (un movimiento inigual, irregular y multiforme, según Montaigne) desborda los encorsetados límites de la ley que, como creación dúctil y maleable, debe tornarse en instrumento que libere a una ciudadanía emancipada, evitando convertirse en un triste gendarme al servicio de unos pocos.