En uno de esos tan celebrados y premonitorios capítulos de «Los Simpson», Marge le dice a Homer que la FOX se había convertido tan gradualmente en un canal porno que apenas se había dado cuenta. Más allá del enésimo y merecido ataque de la cáustica familia de personajes amarillos a uno de los principales canales norteamericanos, líder en noticias falsas, lo que resultaría más interesante de la epifanía de Marge es la revelación de cómo nos vamos acostumbrado a casi cualquier cosa, dándola por hecho, asumiéndola como natural e inevitable.
Con esta misma lógica de implantación progresiva e insoslayable hemos ido recibiendo, constantemente, mensajes que desde la «ciencia económica» —si se acepta el oxímoron, tan extendido e incuestionable ya— han pretendido guiar nuestras míseras existencias, tan necesitadas ellas. Así, como en una suerte de nietzscheana transmutación, nos han pretendido permutar valores por precios, imponiéndole a la vida unas reglas del juego que en nada se compadecen con ella, como si al maestro de ajedrez le convencieran de la obligación de tirar los dados antes de cada movimiento. En este mismo sentido, se ha impuesto regir el día a día más con la matemática de la hoja de cálculo y la cuenta de resultados, que con las cuidadosas anotaciones del cuaderno de bitácora en el que, como recuerda líricamente la RAE, se da cuenta del rumbo, la velocidad, las maniobras y los demás accidentes de la navegación. La vida misma.
Precisamente uno de los eslóganes que más fortuna ha hecho es aquel que, como si del sermón de un párroco titulado con un MBA en una de esas universidades privadas en las que quienes triunfan tras salir de sus aulas terminan por olvidar que venían ya triunfados de casa, reza que «no podemos vivir por encima de nuestras posibilidades». Y claro, es tan rotundo que parece que no cabe defensa alguna. No hay más preguntas, señoría. Amén.
Sin embargo, si nos esforzamos en salirnos del marco impuesto por la razón financiera —la misma que se empeña en reducirnos a seres egoístas, desconfiados, individualistas o únicamente pendientes de nuestro exclusivo beneficio económico; la misma, también, que parece advertimos de que no deberíamos cuestionar lo que nos es dado y no pretender vivir como si mereciéramos ser tratados con la dignidad propia de cada ser humano; la misma que, conservadora ella, nos enseña a rezar aquello de «virgencita, mejor me quedo como estoy»— veremos que no hace falta ser un filósofo existencialista para descubrir que la vida es, justamente, un horizonte mudable de posibilidades que, como la utopía, se aleja conforme caminamos, ampliando aquéllas y ensanchando constantemente nuestro mundo.
La literatura atesora personajes que se empeñaron en ir más allá de sus límites: Ulises, uno de los primeros héroes de nuestra cultura, resistió a la guerra de Troya y sobrevivió a la improbable odisea que le negaba volver a Ítaca. Su maravillosa peripecia la cuenta quien se afanó en vivir por encima de cualquier cálculo racional. También la historia posee ejemplos de quien, como Rosa Parks en diciembre de 1955 y en la racista Alabama, se atrevió a ir más allá de lo que se esperaba de ella permaneciendo sentada en un lugar que, le insistían, no le correspondía.
Obviamente, intentarlo no implica que salga bien. Hay que huir del pernicioso tópico, tan generalizado, de que basta el esfuerzo individual para obtener lo que uno desea —o, peor, uno merece—. No hablamos de eso. Aquí se trata de subrayar la perversión de un discurso economicista que tiene como efecto una sociedad —o, incluso, una dispersión de individuos ajenos unos a otros, como en esas galerías de fotos de los móviles en los que se acumulan selfis inconexos— domesticada gracias a unas reglas que juegan en contra de la mayoría pero que resultan muy eficaces para seducirla y adormecerla. Unas normas que, huelga decirlo, ni son las únicas posibles ni tampoco son inamovibles. No son leyes de la física, frente a las que no tiene sentido luchar; por el contrario, son el resultado de estructuras de poder y de muchas y acumuladas mentiras que, como es sabido, siempre albergan en su interior un deseo que cumplir. El deseo, en este caso, de sólo unos pocos.
Por tanto, no deberíamos bajar los brazos, desanimados. Cavafis, el gran poeta griego, dejó escrito que la gran aventura es tan sólo vivir, como Ulises, peleando contra lo reducido de nuestras posibilidades. Tirar los dados y jugársela. Ya se sabe que la odisea, que es cualquier vida, no puede encarcelarse en la celda de una hoja de Excel.
Artículo publicado en DIARIO CÓRDOBA el 18/6/2024