LA VIDA DETENIDA

 

Somos seres extraños. Paradójicos diría. Navegamos -nostálgicos como Ulises– entre la despreocupación y el continuo asomarse al abismo, entre el meme y la lágrima fácil, entre el insulto impulsivo o descarnado y la reflexión más profunda. Por eso no resulta fácil hablar hoy, porque, como en aquel siniestro y caprichoso personaje de cómic, todo va depender de cómo caiga una moneda lanzada al aire: cara o cruz.

 

Pero bueno, como dijo el poeta, no quiero justificarme como haría un leguleyo, y por eso, elijo hablar y tomar partido por aquellos que hacen el esfuerzo de tratar de, estoicamente -y como nos toca por nuestra raíz filosófica cordobesa- no caer en la desesperanza de verse vulnerables ante un enemigo que, como en los katas del kárate, no se ve y se antojaba imaginario.

 

Vivimos domesticados y acostumbrados al sometimiento del dictado de las horas y los minutos, al atropellado horario impuesto por un reloj al que da cuerda la ley de la oferta y la demanda, que se rige por el tic tac de la continua búsqueda de la rentabilidad. Un reloj que nos recuerda, segundo a segundo, el tiempo que se nos ha ido, el que ya no tenemos. Lo que aún no hemos facturado. Cronos devorando a sus hijos.

 

Sin embargo, conviene recordar -y lo hago aquí de la mano de la filósofa Joke J. Hermsen– que junto al titán de la mitología griega, existía también una deidad menor, Kairós, el dios del momento oportuno, ese instante en el que pueden surgir ideas, transformaciones y cambios. El tiempo, cualitativo e infinito, en el que el otro tiempo, el medible e inexorable, se detiene sin remordimientos y la inmortalidad gana su pequeña batalla en una guerra que, como en las de Cien años de Soledad, hay que asumir que puede estar perdida de antemano.

 

Nos toca ahora como ciudadanía someternos a un paréntesis en el que el día a día -nuestra esclavitud de Cronos- queda postergado. El mito del tiempo como fuente continua de rentabilidad, puesto en cuarentena. Toda nuestra vida, aplazada.

 

No hay mal que por bien no venga, dice el refrán, y como en aquel año que se quedó esperando a un verano que nunca llegó y en el que Mary Shelley parió su Frankestein, podemos guardar nuestras calculadoras y disfrutar de un fértil momento, ya que, como nos enseñó Hannah Arendt el ser humano atesora el prodigio de poder comenzar, a cada instante, nuevos proyectos. Esa es nuestra gran virtud.

 

Cuanto todo se aplaza, cuando algo termina, agazapada se esconde, a la vuelta de la esquina como la primavera que nos espera, la esperanza que nace ante cada nuevo comienzo.  

 

Mucho ánimo.

 

Columna leída en HOY POR HOY CÓRDOBA (CADENA SER) el 17/3/20