Donde naufragar te lleve.
“No es literatura para mujeres” me reconvino airada y acertadamente cuando le hablé de Los naufragios del corazón de la escritora francesa Benoîte Groult. “No existe eso de literatura para mujeres. Existe solo literatura”, sentenció mi amiga, librera de oficio y feminista de vocación.
Hay batallas que uno debe reconocer perdidas de antemano, sobre todo cuando su casus belli tiene como punto de partida uno de esos inadmisibles gestos, expresiones o prejuicios machistas que equivocada y condescendientemente calificamos de micro y que arrastramos incluso quienes, decidida o activamente, abogamos por un inaplazable mundo en el que las injustas diferencias entre hombres y mujeres solo resulten ser un mal sueño que duró, y dañó, demasiado.
Los naufragios del corazón (Libros del Asteroide, 2019) -obra de la que nada sabía y que me sugirió una compañera de trinchera, de causas, de azares y de alguna que otra lucha- no es solo una ensoñadora y provocativa novela, llena de encuentros furtivos pero sinceros en paradisíacas islas de tentador nombre desde las que dejarse arrullar por las olas del Índico o el Mar Caribe –Islas para naufragar, cantaba Sabina-. Se trata de una Declaración de Intenciones. De una firme y voluntariosa afirmación de la libertad -de la mujer sí, mas también del hombre, igualmente prisionero de otras tantas autoimposiciones- para, por encima de convenciones, presiones sociales o diferencias culturales, y tratando de esquivar predestinados futuros burgueses, amar a alguien más allá de toda culpa, sea esta propia o asignada, real o idealizada.
No hay culpa posible cuando dos personas se buscan, decididamente, durante décadas para seguir queriéndose, sobreviviendo a cualquier naufragio al que, inevitablemente, la vida siempre te terminando abocando.
Así, hilvanada entre la hermosa, luminosa, sugerente y precisa escritura de Benoîte Groult, es fácil atisbar una profunda reflexión sobre el paso del tiempo –A los veinte lo queremos todo y podemos esperarlo, razonablemente. A los treinta aún creemos que lo conseguiremos. A los cuarenta es demasiado tarde– y sobre la necesidad de, muerto dios, afirmar esta vida. La única que tenemos. La única que nos queda una vez liberados y sin las ataduras que brotan de las falsas aspiraciones de un futurible paraíso encantado que ya no nos espera más allá de la muerte. Y claro, como escribió el poeta, sin culpa, pero también sin pena ni miedo.
Dinamitados, volados por los aires los angostos y lúgubres muros de la convención -que es solo eso: precedente o costumbre y no la ley de la piel, que es nuestra primera toma de contacto con el mundo de la vida– quedamos arrojados, mujeres y hombres iguales, ante el naufragio que es abandonarse, conscientemente, al mero oficio de vivir.
No se trata de defender un cínico individualismo, de apostar por las relaciones líquidas o por la inmoral ausencia de compromisos, justo al contrario, se trata de considerar que, unas y otros, debemos aceptarnos (pues así somos: frágiles y finitos), agarrarnos con fuerza a nuestra tabla de náufrago, y apoyarnos en esta tarea, común, de construir un lugar menos inhóspito, alejado de prisiones que, más que reales, responden, como en aquella canción, a tormentas imaginarias que no dejan de rugir en nuestras cabezas y que tratan, autoritariamente, de mandar en nuestros corazones.
No siempre no llevar razón significa perder. En ocasiones, naufragar, dejarse arrastrar por el mar, alejándose de las rutas previamente trazadas con vocación de inmutable e intransigente exactitud, implica descubrir novelas, lugares, personas o situaciones que nuestra propia ceguera nos impedía, si quiera, adivinar.
No. No es literatura para mujeres. Es literatura. De la buena. De la que sirve para ensanchar el tiempo y la vida. Islas para naufragar.