MAGIA

 

En la saga de películas de John Wick —cada cual tiene sus vicios más o menos imperdonables— se nos introduce en un universo mafioso en el que una interminable y sombría red de desalmados delincuentes y despiadados asesinos se recuerdan constantemente los unos a los otros el férreo e inmutable código que los vincula y regula sus actos, espetándose recíprocamente, en más de una ocasión, que son las reglas —sus criminales reglas, en este caso— las que distinguen a los hombres de los animales. Y tal vez no les falte razón cuando esgrimen este cínico argumento a la hora de exigirse entre sí el cumplimiento de unas leyes que les abocan a cometer atrocidades que dan un continuado repaso a todo el catálogo delictivo incluido en cualquier código penal.

Señalaba Xavier Zubiri —uno de esos pensadores nuestros que nos empeñamos injustamente en olvidar— que ante cualquier estímulo, la respuesta animal es siempre un comportamiento unívoco y determinado. Necesario. Es lo que llama un «ajustamiento perfecto», una «justeza». Sin embargo, el ser humano se mueve en el mundo de la posibilidad y la libertad, de tal suerte que, ante cualquier circunstancia, debe vérselas con ella, hacerse cargo, y crear su propio ajustamiento, o lo que es lo mismo, debe justificar sus actos —y las consecuencias de los mismos— dando(se) razones de su comportamiento contingente.

Mas dentro de esa tarea, tan humana, de crear —y creer en— razones que le ofrezcan cobijo a la perplejidad y a la incertidumbre fruto de nuestra sartreana e irremisible «condena a ser libres», o de tener que, constantemente, habérnosla con la ineludible elección permanente, una de las estrategias más útiles que hemos sabido pergeñar es la de la elaboración y dictado de normas, de reglas, de leyes, las cuales, como ha sabido recordarnos recientemente el pensador belga Laurent de Sutter, tienen el mismo poder que la magia, ya que albergan la capacidad de dar rostro, de encarnar la necesidad de un mundo que, para nosotros, es indomablemente contingente.

El poder mágico del derecho se asemejaría así al de la poesía, ya que ambos lenguajes resultarían instrumentos válidos para intentar aparentar como necesario aquello que es meramente azaroso, provisional, finito e imperfecto. La vida misma.

Así las cosas, resulta que, en ocasiones, debemos esforzarnos por subrayar lo evidente y por rememorar distinciones que nos vienen, al menos, desde los sofistas: que las leyes sociales, jurídicas o incluso económicas, no son iguales a las leyes de la física o la naturaleza. Las últimas, al menos eso queremos creer —aquello de que dios no juega a los dados con nosotros—, serían necesarias e insoslayables frente a las primeras, que nos atan y vinculan, acaso, por ese poder mágico que nos hemos empeñado en concederle.

Por eso, aunque, por lo general, parezca que hacemos razonablemente bien acomodando, ajustando o justificando nuestro actuar conforme a las leyes que nos hemos dado, tampoco está de más no olvidar que cabe la posibilidad de salirse de ellas, ajustándonos de otro modo a la realidad —pre y reconfigurada, una y mil veces, precisamente, por nuestras propias leyes, esas que nos empecinamos en dar como prodigiosamente necesarias—, configurando, entre todas y todos, otros nuevos rituales mágicos que nos apacigüen la mirada ante el permanente fluir de lo contingente. De otro modo, corremos el riesgo de quedar atrapados en nuestros propios sortilegios, de creernos nuestros propios cuentos de hadas, brujos y hechiceras.

Y es que el poder de la magia que atesoramos es tal que no sólo puede decidir quién o cuántos impuestos se deben pagar, cuánto debe esperar una persona enferma para ser atendida, qué valor tiene proteger la educación pública, o cuan beneficioso resulta crear espacios de convivencia para quien piensa diferente; también puede trasmutar la materia, de tal modo que cuando —como cantaba Aute— se acercan «tiempos de maleza», nos sirve para «hacer de tripas, corazón».

 

Artículo publicado en DIARIO CÓRDOBA el 6/1/24