Para una respetada variante del liberalismo político y aún filosófico, la justicia –algo así como “dar a cada uno lo suyo”- se proyecta como la virtud ética y moral superior a todas las demás, lo que, sin duda y al menos a primera vista, se antoja como una atractiva concepción del orden social.
En este marco, la ya legendaria TEORÍA DE LA JUSTICIA (1971) del Profesor John RAWLS comienza sus alegatos defendiendo, precisamente, que la justicia es la primera virtud de las instituciones sociales, como la verdad lo es de los sistemas de pensamiento. En consecuencia, una ley, una organización política o una institución, por muy ordenada y eficiente que sea, si es injusta, habrá de ser reformada o abolida. La justicia –como la verdad, diría el célebre Profesor de la Universidad de Harvard- no puede estar sujeta a transacciones.
Como corolario de lo anterior y también de la mano de RAWLS habríamos de concluir que la justicia no es meramente un valor (como la bondad, la belleza o la amistad) ponderable entre otros, sino que, por el contrario, se trata tanto del medio para evaluar y mensurar los demás valores, como del procedimiento para restaurar el conflicto entre aquéllos.
Partiendo de estas premisas la obra de RAWLS se propone llegar a establecer los principios de la justicia (distributiva) como equidad. Para ello acude a la ficción de la “posición original” –una suerte de imaginario y meramente intelectual estado de naturaleza- en la que partiendo de una situación de imparcialidad primigenia, sería posible acordar los criterios que todos, de manera unánime, reputaríamos como justos. Es aquí donde entra en escena el ya casi mitológico “velo de la ignorancia”, esto es, la situación en la que se encuentran aquellos llamados a desarrollar los principios de la justicia desde la “posición original”, de tal suerte que desconocen su futuro y contingente lugar en la sociedad, del mismo modo que ignoran todo lo relativo a su potencial raza, sexo, salud, fortuna, inteligencia u habilidades naturales. Es más, desconocen incluso sus propias concepciones de lo bueno, sus valores, sus objetivos o sus propósitos en la vida. De esta manera, el “velo de la ignorancia” impide que la elección de los principios de justicia se contamine por eventuales e hipotéticas, amén de mudables, circunstancias sociales y naturales.
El “velo de la ignorancia” garantiza que los principios de justicia que resulten elegidos desde la teórica “posición original” se sustenten en condiciones de igualdad y equidad, toda vez que aquellos –seres racionales- que están llamados a adoptarlos desconocen su futurible posición social y natural así como sus atributos o sus intereses. Es decir y en resumen, se trata de elegir unos criterios de justicia que aseguren que incluso en el peor de los mundos posibles que nos tocara vivir, se nos respetarían aquellos principios esenciales de justicia consensuados en la “posición original”, precisamente en tal previsión.
Imaginemos que ya hemos acordado qué principios son los que conformarían la justicia como equidad –dejo para el lector curioso el placer de buscar y encontrar la respuesta que RAWLS facilita en su obra y que ha sido objeto de crítica, veneración, estudio y exégesis durante el último tercio del siglo pasado-, pues bien, ahora estamos en condiciones de afirmar que tenemos la vara de medir, la pauta o regla que rija y evalúe toda relación social o política. Ahora conocemos la conformación de la virtud cardinal de la sociedad: la justicia.
Sentado lo anterior conviene reparar en las conocidas como “condiciones de la justicia”, esto es, aquellas situaciones cuya concurrencia supone una actuación de la justicia misma. Se trata, por todo, de los supuestos de hecho que demandan una respuesta de la justicia, como, por ejemplo, el reparto de unos bienes escasos o un agravio entre ciudadanos, necesitado de reparación.
Partiendo de tales “condiciones” podríamos llegar a concluir que un incremento del valor justicia sería, en principio, una mejora moral de la sociedad, que vería cómo se desvanece la anterior injusticia. La ecuación es sencilla: ante circunstancias sociales en las que se requiere equidad, la justicia –virtud de virtudes- acude al encuentro del ciudadano y en evitación de la discordia.
Sin embargo y paradójicamente no todo incremento, en términos totales, de intervenciones de la justicia ha de suponer necesariamente una mejora ética del grupo humano en el que se desarrolla, tal y como plantea el liberalismo a que hacíamos alusión al comienzo.
Por todo y como se ha visto, si bien la justicia opera en supuestos de previa iniquidad, lo cual es deseable, en otras tantas ocasiones y paulatinamente está ampliando su ámbito de intervención a casos en los que previamente las relaciones no se regían por criterios ni justos ni injustos sino por otros valores como la amistad, la fraternidad o la solidaridad. Ejemplo manifiesto son las relaciones familiares que, de ordinario, se gobiernan y administran en gran medida por el afecto espontaneo sin que las “condiciones de la justicia” tengan un papel relevante ya que el incremento de justicia, en esta sede, se ha de predicar como vicio y no como virtud.
Un conflicto bien puede reputarse como “condición de justicia” si partimos, como el liberalismo, de elevar a la categoría de virtud suprema a aquélla. Sin embargo, un continuo refugio en la justicia no es sino fruto del fracaso de otras tantas cualidades morales que habrían de encargarse de la gobernanza de nuestros asuntos (incluso desde la religión se nos recuerda que los dioses son tanto más misericordiosos que justos, como si la justicia, valor de indiscutible aprecio, no ocupara la teórica cúspide ordinal de las virtudes morales).
Pues bien, por ello y en conclusión, aún partiendo de las enseñanzas liberales sobre la primacia de la (muy necesaria) justicia, debemos dar un paso más y superar el individualismo radical –en el que las “condiciones de justicia” son el presupuesto de todo conflicto- que propugnan sus teorías, desembocando en postulados donde sean las “condiciones de solidaridad” y “de fraternidad” las que rijan nuestras relaciones necesariamente –como “animales políticos” que somos- comunitarias.
Recuperar otras pautas de gobierno y relación de los ciudadanos entre sí, bien podría ser un primer paso para tratar de poner freno a la desbocada litigiosidad privada, institucional y social de nuestros días, tan extraños.