Con el cobre que te paga,
soldadito boliviano,
que te vendes, que te compra,
es lo que piensa el tirano.
Ahora que de casi todo hace veinte años, me recuerdo en el verano de COU escuchando sin descanso, una y otra vez, a Paco Ibáñez cantando los versos del poeta Nicolás Guillén en el mítico concierto del Teatro Olympia de París.
Tiempo después, mientras hacía malabarismos para conciliar mi trabajo con un máster en Derechos Fundamentales que decidí estudiar por el puro placer de seguir aprendiendo, descubrí a un profesor de filosofía política cuya obra siempre he apreciado y que hoy ha alcanzado una notoria popularidad en nuestro país, entre otros motivos, por ser galardonado con el Premio Princesa de Asturias de las Ciencias Sociales 2018: Michael J. Sandel.
Entre sus obras de divulgación más conocidas se encuentran tanto el delicioso recorrido por la historia de la justicia distributiva “Justicia: ¿hacemos lo que debemos?” (Debate 2011), como la aguda crítica a la sociedad de mercado “Lo que el dinero no puede comprar. Los límites morales del mercado” (Debate 2013).
En este último libro, el profesor de Harvard reflexiona acerca de cómo la mentalidad económica (entendida, además, en sentido capitalista) ha invadido todas las esferas de la vida humana: la política, la escuela, la salud, la familia, la amistad e incluso el amor.
Todo estaría en venta, de tal suerte que habríamos pasado de una economía de mercado (una herramienta que, según el autor, sería valiosa y eficaz para organizar la actividad productiva) a una sociedad de mercado, esto es, una forma de vivir en la que los valores mercantiles penetran en cada aspecto de las actividades humanas.
Como gráficamente resume el filósofo de Mineápolis, en los años sesenta del siglo pasado los principales manuales definían la economía como “el mundo de los precios, los salarios, los tipos de interés, las acciones y los bonos, los bancos y los créditos, los impuestos y los gastos” (Samuelson). En cambio, hoy día, uno de los libros de referencia en las facultades de economía (Mankiw) define esta disciplina como “un grupo de personas que interactúan unas con otras cuando hacen sus vidas”. La era del triunfalismo del mercado.
Esta expansión de la razón económica que contamina cada rincón de la vida humana (se llega incluso a mercantilizar el lenguaje de tal modo que, ante un argumento convincente, decimos que estamos dispuestos a comprárselo a nuestro interlocutor) termina desembocando en dos circunstancias, ambas indeseables: la desigualdad y la corrupción. Si todo se compra o se vende (p.e. la seguridad social), quienes tienen menos recursos llevarán necesariamente una vida más dura y desagradable. Además, subraya Sandel, los mercados corrompen mucho de lo que tocan, lo pervierten al transmutar en mercancía lo que antes no lo era, convierten en medios lo que moralmente sólo puede calificarse como fines en sí mismos (p.e. el vientre de una mujer).
Partiendo de estas dos premisas (la desigualdad y la corrupción) no resulta difícil concluir que hay determinadas cosas que el dinero no puede (no debe) comprar, obligándonos a fijar los límites del mercado.
Así las cosas, la desigualdad coloca a determinadas personas ante situaciones en las que no es posible prestar un verdadero y libre consentimiento (p.e. en los casos de prostitución o venta de órganos), de ahí que determinadas transacciones económicas no sean tan voluntarias como los entusiastas del liberalismo prediquen, explicándose desde situaciones de precariedad, carestía o extrema necesidad.
Por otro lado, el argumento de la corrupción no apela tanto a la justicia del intercambio como a la significación moral de los bienes en juego. Hay cosas que por sí mismas no tienen precio (p.e. la amistad o el placer de leer), de ahí que no sea posible establecer una lícita identidad entre valor y precio sin caer en la necia confusión evidenciada por Antonio Machado.
Por todas estas razones, la compra de un grado o un máster universitario (como se sospecha, entre otros políticos y políticas, del flamante presidente del P.P.) repugna a cualquier sentimiento ético pues degrada la esencia misma del conocimiento, reducido a mera mercancía, a simple título expuesto al público y sólo al alcance de quien pueda pagar por él, devaluándose además los principios de mérito o capacidad, que nadie dudaría en reconocer que son superiores al de poder económico pues permiten, justamente y siempre que apostemos sincera y decididamente por la igualdad de oportunidades, ir avanzando por el camino que conduce a la utópica pero irrenunciable sociedad igualitaria.