MIEDO

Miedo a quedar sin empleo. Miedo a no tener prestaciones o subsidios en situaciones de carencia de recursos. Miedo a no poder pagar la hipoteca, o el alquiler, o la cesta de la compra. Miedo a los vaivenes financieros y sus consecuencias. Miedo al extranjero, al diferente, al que se aparta de la normalidad. Miedo a remover el pasado, miedo ante lo que pueda ocurrir mañana. Miedo a la soledad, miedo al compromiso con el otro y miedo a las consecuencias de la ruptura. Miedo al poderoso y sus excesos. Miedo a los débiles y sus venganzas. Miedo a perder lo que se tiene. Miedo a no llegar a tener nunca nada. Miedo al silencio, miedo al ruido. Miedo a buscarse, miedo a conocerse. Miedo oscuro. Miedo borroso. Miedo líquido.
Es cierto que el recurso al término acuñado por el pensador Zygmunt Bauman se ha vuelto tan recurrente como necesario. La liquidez de nuestro tiempo inunda cada rincón en el que se desenvuelve la vida. Vida líquida en la que el miedo ocupa un lugar preeminente, sobrecogedor y, paradójicamente, de una solidez inatacable. Eso sí, se trata de un miedo cada vez más difuso, menos concreto, más irreal, menos previsible, más incierto, menos controlable, más extendido, y en consecuencia, más que líquido, gaseoso, pues todo lo abarca y nada queda fuera de sus perniciosos efectos.
Cada día oímos hablar y nos bombardean (otra expresión bélica que aboca a la turbación) con la “economía del miedo” (piénsese en la magnífica “La Doctrina del Shock”, de Naomi Klein), con la “guerra contra el terror”, con “el fin de la historia”, con “la generación perdida”, con el “pánico nuclear”, con “el abogado del diablo”. Miedo.
Sin embargo, como nos enseñaba el imprescindible José Luis Sampedro, todo es una simple trampa. La trampa del miedo:
“Gobernar a base de miedo es eficacísimo. Si Vd. amenaza a la gente con que les va a degollar, luego no les degüella, pero les explota, les engancha a un carro, les azota, etc. y dicen bueno, por lo menos…, y se dice eso que es tan grave de “virgencita que me quede como estoy”. El miedo hace que no se reaccione. El miedo hace que no se siga adelante. El miedo es mucho más fuerte, desgraciadamente, que el altruismo, que el amor, que la bondad. Y el miedo nos lo están dando todos los días los periódicos y la televisión”.
Pero la estrategia de la amenaza de un mal tiene (entre otros remedios, como la educación) un certero antídoto: el Derecho, que sólo tendría que pensarse como un instrumento de protección de los más débiles, es decir, de quienes están en las afueras del poder. Casi todos. Casi todas.
En este sentido, el filósofo de Harvard Thomas Scanlon –accesible a cualquiera a través del magnífico blog en internet del profesor argentino Roberto Gargarella- argumenta que los derechos deben verse como respuestas a amenazas,  particularmente las más severas.
Su idea sería la de relacionar a los derechos con la prevención de ciertas consecuencias desastrosas, pensar en la Ley como un modo de evitar males muy graves. El Derecho como una garantía de certidumbre frente al temor a la arbitrariedad de lo desconocido, lo azaroso y lo autoritario.
O lo que es lo mismo, la Ley (expresión de la voluntad de la ciudadanía) como un antídoto contra el miedo.


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