NO ES LUGAR PARA RICOS

Los tribunales de justicia no son lugar para ricos.

 

(Ocurre algo parecido con los colegios públicos o con los ambulatorios de la seguridad social, por donde parece que solo pululan niños y niñas de barrio o mustias personas de pueblo que no juegan al golf, no han navegado nunca en yate, no saben de las bondades de las inversiones de futuros, de las permutas financieras, de los volátiles contratos de diferencias ni, por supuesto, de las más prosaicas -pero no menos lucrativas- comisiones pandémicas por productos sanitarios)

 

Más allá del deliberadamente efectista y demagógico titular, lo más cierto es que si nos paseamos por los pasillos de los juzgados nos encontraremos con innumerables asuntos en los que al menos una de las partes es titular del beneficio de la justicia gratuita o turno de oficio -sí, como aquella homónima y memorable serie de los ochenta en la que, con cierto afán criminológico, se escarbaba en el origen económico y social del crimen, haciendo patente la célebre máxima de Concepción Arenal de odia el delito y compadece al delincuente-, y en los que, en todo caso, se ventilan cuestiones carentes del más mínimo atractivo tales como impagos, desahucios, despidos de trabajadores que resultaron ser indefinidos sin saberlo, pequeños delitos económicos, o divorcios en los que junto a la custodia de los hijos se discute cómo repartir la miseria y los despojos que deja haberse querido -y haberse endeudado- por encima de las propias posibilidades.

 

Y es que, convendrán conmigo, hay que tener poca clase -amén de pocos recursos y acaso ningún poder- para dejar que un mero y gris funcionario público, un juez o una jueza -más numerosas en los juzgados cercanos a la ciudadanía, esa que se sigue pensándose a sí misma como clase media-, sea quien decida sobre aquello que a uno le preocupa.

 

Por eso mismo los tribunales son cosa de pobres. Como las colas de SEPE, como las listas de espera de los exangües centros de salud; como las aulas de los colegios sin piscina climatizada y en los que convive un alumnado tan mezclado como ramplón. Centros sin asignaturas de marketing ni liderazgo impartidas en idiomas emergentes y que carecen de selectos grupos de compañeros que se llamen entre sí por el nombre y el apellido para recordar(se) de qué familia provienen. Esos mismos que, como dice Isaac Rosa en su última novela, no necesitan de la igualdad de oportunidades porque llegan ya triunfados de casa.

 

Así, salvo excepciones -algún desliz que termine en una inicial investigación por delito contra la Hacienda Pública, estafa, tráfico de influencias o delito societario. Eso sí, luego susceptible de previsible sobreseimiento- no resulta habitual que la élite económica, financiera -o aun nobiliaria- de nuestro país turistee por los tribunales, siendo más común que diriman sus desencuentros y discrepancias en privado -ya se sabe el salpullido que en determinados círculos genera lo público, que sólo resulta útil, tal vez, como objeto del delito, esto es, como lucrativa y desprotegida fuente para el propio enriquecimiento- ya sea mediante acuerdos, mediaciones o arbitrajes internacionales, mucho más rápidos, discretos y, sobre todo, tanto más glamurosos, pues nos recuerdan, cuando leemos sobre ellos en la prensa de negocios -obviamente no en las sórdidas paginas de tribunales-, las impecables pero inalcanzables cristaleras de los grandes edificios donde tienen su base de operaciones las grandes firmas de abogados en las que se factura decenas de horas diarias y en las que llegar a ser socio algún día se antoja como el mayor éxito vital, si bien, previamente y como en aquel poema de Goytisolo, hay que alzarse sobre los pobres y mezquinos que no han sabido descollar, además, claro está, de olvidarse de corresponsabilizarse de una familia que se limita a ser una bonita fotografía enmarcada en plata sobre el escritorio.

 

En parecido sentido, se ha venido pensando y escribiendo últimamente sobre la contrastada relación entre el neoliberalismo (desregulación económica, repliegue del estado social, expansión del derecho penal) y el castigo a los más desfavorecidos, los principales clientes de la Justicia, y es que, cabe subrayar, un delito no deja de ser algo que determinados intereses determinan y definen como tal, de ahí que se pueda entender como una amenaza para la sociedad ocupar un insalubre piso vacío y sin uso, pero no así, por ejemplo, especular con la vivienda.

 

Ya saben, aquello tan anticuado y que creíamos ya olvidado del derecho como reflejo, o superestructura, de las relaciones económicas subyacentes. Y es que, más allá de las restrictivas fronteras del ámbito penal, acaso el derecho todo bien pueda ser algo no muy diferente a una respuesta que determinada clase o grupo social da a su propia, e interesada, situación, de tal suerte que la legítima aspiración que la ciudadanía pueda tener respecto a la imparcialidad judicial y al todos somos iguales ante la Ley no resulte ser sino una mera ilusión pues, como afirmó Marx, cómo puede ser desinteresada la sentencia si la ley misma es interesada.