Entre los múltiples y diferentes puntos de vista, cuestiones, dilemas y preguntas que genera el desarrollo de la tecnología en general y de la conocida como inteligencia artificial (IA) en particular —sí, esto que solía sonar a mera ciencia ficción y que nos remitía a películas inquietantes como Blade runner o Ex machina, así como a alguna novela no menos turbadora como la inteligente y distópica Génesis de Bernard Beckett— se sitúa la atribución, o no, a las máquinas de alguna suerte de rango o estatus moral, distinguiéndose, como hace el pensador belga Mark Coeckelbergh, entre agencia y paciencia moral.
Así las cosas, la conocida como agencia moral se puede entender como la capacidad para el razonamiento, el juicio o la toma de decisiones de contenido ético (esto es, aquellas que implican una valoración sobre lo bueno o lo malo) y la consecuente asunción de responsabilidad. Por su parte, la paciencia moral pasaría por un cambio en el punto de vista y tendría que ver no tanto con la ética de o en nuestras decisiones y acciones, sino con la ética para con lo demás que nos rodea: animales, personas o cosas. En este sentido, por ejemplo, maltratar a un perro estaría mal no sólo porque se le haga daño al animal (y ello sin entrar ahora en el interesante debate abierto acerca de su condición) sino porque esa acción dañaría nuestra propia integridad moral, haciéndonos o convirtiéndonos en eso que siempre trataba de evitar nuestra madre o nuestro padre: ser peores personas.
Curiosamente, el propio término paciencia —cuya etimología parte de la raíz «pati», sufrimiento, y que, de acuerdo con la RAE, evocaría cierta lentitud para hacer algo— se antoja extraño en un momento en el que la inmediatez, la pérdida de atención o la conocida como turbotemporalidad estarían acechando al aroma del tiempo, dispersando el sentido de la quietud, el reposo o, incluso, la distanciada mesura con el presente. Apelar a la paciencia —aún más, a la moral— resultaría hoy, tal vez, una actitud un tanto subversiva: detenerse y observar, para después sopesar, lo que nos rodea y a quienes nos rodean, con paciencia, es decir, estando dispuestos a asumir su sufrimiento. Compadeciéndose.
Pero vayamos un paso más, y es que resulta difícil resistirse a la tentación de tratar de vestir con estos términos —agencia/paciencia— al día a día —igualmente acelerado, desbocado, inane o desmesurado— de la política o, mejor aún, de la narrativa política que nos llega. Así, nos hemos desacostumbrado (y, precisamente, la raíz latina de la palabra moral, «mores», enlaza con la idea de costumbre) a exigir una mínima agencia política entendida ésta como un decente ejercicio justo y responsable —pensado, sentido, valorado— del espacio y los recursos comunes que compartimos. Pero, lo que es más preocupante aún, apenas nos extrañamos ya ante la ausencia de un mínimo de paciencia política, habiéndonos habituado a asistir impasibles al grotesco espectáculo consistente en que, por diversos actores de la vida pública, se encadenen injustificables afirmaciones que niegan al otro, que no lo respetan, que lo convierten en una suerte de enemigo ilegítimo, sin derecho si quiera a ser comprendido.
Quiero comprender trataba de explicar, sin éxito, la ahora tantas veces —y justamente— reivindicada Hannah Arendt, y ello porque entender no sólo no significa, ni implica, justificar, sino porque en el proceso mismo de tratar de conocer o ponerse en el lugar del otro, de dibujar el camino que sigue su pensamiento, o de imaginar cómo es transitar el trayecto de su conciencia —distinta a la nuestra—, en esa tarea paciente que acaso haya de ser, más allá de una exigencia moral, una buena y exigible práctica política, emprendemos ese diálogo con nosotros mismos que se llama pensar y que implica un viaje de ida, claro que sí, pero también de vuelta, y en el que, a nuestro regreso, seguimos siendo los de entonces, pero ya no somos los mismos.