“Tristes armas si no son las palabras.
Tristes, tristes”.
(MIGUEL HERNÁNDEZ)
El conflicto es sustancial al ser humano. Esta tesis tiene su antítesis en el intento de resolución del mismo que habría de abocar (siguiendo el itinerario dialéctico que venimos utilizando), a la paz social o síntesis.
Ahora bien, los conflictos (que no necesariamente han de ser malos) son múltiples, infinitos, y pueden ir desde la riña familiar o la discusión en un bloque de vecinos hasta el enfrentamiento bélico entre estados. Paralelamente, las antítesis (o medios de solución de la disputa), también pueden adoptar una gran variedad de formas y maneras: desde el diálogo entre padre e hijo hasta el proceso judicial penal.
Pues bien, nos preocupa en estas líneas aquel conflicto que, por caer dentro del ámbito de aplicación del derecho, trasciende la mera esfera de las normas sociales. Partiendo de tal consideración, la principal respuesta que la ley tiene para intentar solucionar las controversias (mediante su legítimo monopolio de la violencia) es a través del proceso judicial; sin embargo, la actual consideración del litigio como de “suma cero” (uno gana en perjuicio de otro, que pierde), desemboca en que las partes en lucha abandonen el diálogo de fondo y se enfrasquen en discursos cuanto menos dialécticos (en el peor de los casos, retóricos, erísticos o sofísticos), que discurren por los vericuetos del procedimiento mismo, usado a la sazón como un arma más en la lucha sin cuartel que termina en una sentencia en la que, en la mayoría de los casos, se contiene una verdad que resulta meramente formal, procesal, teatral. En muy contadas ocasiones se consigue que aflore la verdad material y ontológica de las cosas.
En efecto, y centrando ahora nuestra atención en el ámbito penal, la Justicia (o mejor, el derecho) se polariza en torno a la noción de castigo. El proceso criminal es un monólogo basado en el interrogatorio del imputado, de la víctima y de los testigos, encaminados todos, unidireccionalmente, al castigo del culpable y al cumplimiento de funciones más simbólicas que propiamente reales.
Es decir, el derecho penal queda conformado mediante un conjunto de artificios y limitaciones que se alejan del insondable valor de la palabra, del diálogo como fuente de apaciguamiento y resolución de litigios. Y, lo más grave, se aleja también de la preocupación por la víctima, que queda relegada frente el protagonismo del victimario.
Como respuesta a la situación a que acabamos de hacer mención, de un tiempo a esta parte, los ciudadanos, huyendo del derecho, han comenzado a buscar otras formas, alternativas, de solución de conflictos, persiguiendo vías más rápidas, más baratas, más cercanas, o que, simplemente, reporten una mayor sensación ideal de Justicia a su controversia. Estamos pensando en fórmulas, alternativa de resolución de controversias, como el arbitraje, la conciliación, la negociación o la mediación.
En este sentido, la mediación puede reputarse una herramienta que tiene como fin la paz social, como cauce el diálogo entre iguales y como instrumento la figura del mediador imparcial. Se trata de un procedimiento extrajudicial de gestión de conflictos en el que con la participación e intervención de una persona imparcial y neutra se facilita la comunicación, el diálogo y la negociación, tendiendo puentes entre las partes enfrentadas. Todo ello al objeto de promover la toma de decisiones consensuadas en torno a dicho conflicto por quienes mejor lo conocen, los propios implicados.
Eso sí, tampoco es admisible caer en un buenismo inconsciente: no todos los asuntos son conciliables. El proceso judicial, en ocasiones, es la única salida.
Partiendo de lo dicho, se aprecia cómo a través de la mediación se pretende encontrar una solución mediante el ejercicio, empático, de escuchar en lugar de usar la fuerza; buscar arreglos antes que dar órdenes; y compensar en lugar de represaliar y castigar. Sin duda un método más cercano al “maternaje” que al esquema patriarcal del binario enfrentado: o blanco o negro; o arriba o abajo; o ganador o perdedor.
Es en este contexto donde cobra fuerza la denominada “justicia restaurativa” o “restorative justice”, definida bien como un proceso en el que todas las partes afectadas por una ofensa llegan conjuntamente a resolver de forma colectiva cómo tratar la situación creada por la ofensa y sus implicaciones para el futuro, o bien como toda acción orientada principalmente a hacer Justicia mediante la reparación del daño causado por el crimen.
Pues bien, la mediación (en especial la de naturaleza penal) supondría un tránsito de la justicia vindicativa a la justica restaurativa, una apuesta por el diálogo frente al mero interrogatorio; una búsqueda de la verdad real frente a la aparente o procesal. Además en este caminar, se termina colocando en un lugar preeminente a la víctima, a los intereses comunitarios (la paz social) y a la necesidad de reparación del daño frente al mero castigo. Así, se pretende no sólo facilitar una solución para el conflicto penal (dando respuesta al interés represivo propio del punitivismo estatal), sino también remediar el conflicto subyacente entre víctima y victimario y, por último y toda vez que se parte del reconocimiento del hecho por parte del agresor, garantizar el resarcimiento global de la víctima.
Eso sí, para dar el paso y sentarse a negociar con el otro, debemos vencer una serie de resistencias, o trampas, éticas (¿me debo sentar con quien me ha ofendido o me ha traicionado? ¿Es correcto llegar a un acuerdo con quien me ha hecho el mal a sabiendas?), personales (¿me debo “rendir” y no luchar por lo que veo justo?) y jurídicas (¿acaso si transijo no le estoy dando a la otra parte una oportunidad de ganar, frente al escenario bélico del juicio?) que determinen si debemos sentarnos o no a pactar con el diablo.