El doctor Severo Ochoa redujo el amor a física y química. Una definición que sería bien recibida en momentos en los que, huyendo de un cierto relativismo epistemológico mal entendido —tal vez mal explicado—, se abraza la inapelable objetividad tecnológica, una suerte de verdad incontrovertible, especialmente cuando es el resultado de un descarnado algoritmo.
En el cuento El informe de la minoría, Philip K. Dick esboza una sociedad futurista en la que un departamento de policía —denominado «Precrimen»—, con la ayuda de tres mutantes —los precogs o precognitivos—, ha conseguido adelantarse a la comisión de cualquier delito potencial, ordenando detener a los precriminales —o delincuentes potenciales— que no han cometido ningún ilícito aún pero que, a buen seguro, lo iban a cometer —aunque finalmente no lo hicieron—, invirtiendo así la lógica penal habitual de castigar a quien, efectivamente, ha consumado un delito. En la obra de Dick, la trama se articula en torno al dilema que asalta al protagonista —Anderton, responsable de Precrimen— cuando, de acuerdo con los vaticinios de los precogs, él mismo se va a convertir en el próximo predelincuente.
Es obvia la riqueza temática que sugiere este distópico texto, luego llevado al cine por Steven Spielberg bajo el título de Minority Report: el dilema moral de castigar a quien, metafísicamente (como se dice en el texto), no es culpable; la pregunta sobre el libre albedrío (¿es posible evitar el futuro predicho?); la incidencia en el mañana de lo que hoy ya se conoce sobre lo que va a ocurrir, dando lugar a múltiples futuros posibles alternativos y modificables a través del poder que otorga el conocimiento; o, la sempiterna pregunta, ya planteada hace casi dos mil años por el poeta Juvenal, de quién vigila al vigilante.
Hoy le confiamos a algoritmos —de los que lo desconocemos todo: su código fuente; los sesgos de sus programadores, que contamina los resultados; la titularidad, a veces privada, de sus dueños— decisiones que afectan a nuestros futuros posibles y que condicionan nuestra vida. Así, una aplicación informática —incuestionable por ser fruto de la tecnología objetiva— resuelve si se otorga o no un préstamo bancario; si hay que contratar o no a una candidata para un puesto de trabajo; o, incluso, juzga la supuesta peligrosidad de un individuo o el riesgo —»objetivo», nos dicen— de que se perpetre un futuro delito —ahí está el sistema norteamericano COMPAS, que ha justificado ya la condena judicial, con elevadas penas, a ciudadanos negros de ese país.
No obstante lo dicho, el texto de Dick —en el que el protagonista no desoye las objeciones legalistas de un sistema en el que se encarcela a personas que, como reconoce el policía, «siempre alegan que son inocentes. Y en cierto sentido lo son»— nos sitúa sobre la pista de qué podría ocurrir cuando se tratara de adelantar la barrera de punibilidad hasta el punto en el que se castigara un mero futurible, por muy probable —estadísticamente hablando, podríamos añadir— que éste nos parezca. Y es que, a posteriori, cualquier predicción puede defenderse con fiereza, ya que, incluso un vaticinio de un exiguo 1% implica lo improbable mas no lo imposible, de tal suerte que, ocurriendo ese remoto hecho (como la lotería, cuando toca), también se cumpliría la predicción, validándose la misma y legitimándose el algoritmo que la previó y —nos preguntamos— que acaso también la precondicionó.
Joaquín Sabina tituló Física y química a uno de sus más elaborados trabajos, un puñado de canciones en las que más allá —o más acá— de la tabla periódica o los principios cuánticos, se trataba de comprender qué puedan significar los distintos tipos de amores (los difíciles, los ridículos, los secretos, los prohibidos).
El arte ayudándonos a tratar de entender la vida.
Y es que somos biología, sí, pero también somos —o mejor aún, estamos siendo, rehaciéndonos constantemente— sobre todo, cultura. El ser humano —siguiendo a Ortega— más que ser esencia tiene historia, de ahí el preciso distingo entre la idea de una inmutable naturaleza humana frente a una, más evidente, condición humana, la cual, lejos de reducirse a una categoría biológica sería una (re-)construcción sociohistórica. Como el derecho. Como la moral. Como el amor mismo.
Pareciera pues que, para abordar determinadas preguntas, tal vez podría resultar apropiado —e incluso útil— o bien acudir a las enseñanzas, o al menos al punto de vista, que proporciona el arte (la literatura, la música, la pintura, el cine…); o bien poner en cuarentena y cuestionarse las aparentemente inapelables verdades objetivas tecnológicas.
Y si no me creen, vuelvan a escuchar Peor para el sol.