Como quiera que vivimos en tiempos de campaña política permanente, los partidos se encargan de ir diseminando a cada instante sus consignas, en la mayoría de los casos, eslóganes vacíos de contenido, puro humo comercial. Sin embargo, aún cuando se es consciente de que la niebla empaña la vista, se hace difícil ver más allá de nuestras propias narices. Lo dicho, técnicas de venta.
La memoria puede ser también un arma cargada de futuro, por eso (aunque no sea un ejercicio de originalidad) no está de más recordar, de la mano de Lord Acton, que el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. Pero la corrupción no es solo un mal putrefacto que nace al abrigo del dinero, también puede ser una alteración de la sustancia de las cosas y por eso puede interpretarse como la pérdida de razón, de ese «sentido común» que parece ser propiedad de unos pocos, de la cordura de quienes tienen que «mandar obedeciendo» al pueblo que les encomienda gobernar.
No hace mucho leía y escuchaba a un profesor de ciencia política y escritor (hoy ex político) argumentar que Hamlet enloqueció porque monologaba, sin embargo nuestro Quijote, que dialogaba con el bueno de Sancho, en verdad no estaba tan loco.
El monólogo ensimisma y nos aleja del otro (como quien se pasa una velada conectado al móvil, con la vista pegada a la pantalla, pero desconectado de quien se sienta al otro lado de la mesa), sólo queda el sonido de nuestra propia voz (o la de nuestro partido) que repite palabras conocidas en un tono dulce y amable. En el monólogo (o en el discurso oficial, sin alternativas) todo está bajo control: de antemano se saben las respuestas a las preguntas. Por eso, no suele ser cierto que quien monologa se ponga ante un espejo, más bien se sitúa delante (de forma consciente o inconsciente) de su propio retrato de Dorian Grey.
El dialogo es, sin embargo, el lugar de lo inesperado. Quien te habla puede ser semejante o diverso a ti y en el intercambio de palabras (razones y emociones) se va dibujando un nuevo mundo que, antes ignoto, ni si quiera éramos capaces de imaginar pues desconocíamos que lo desconocíamos.
Desde Platón (ese filósofo cada vez más olvidado en los institutos, que definió la política como el buen gobierno) el diálogo es el cauce para (como hiciera Faenerete, madre de Sócrates) ayudar a parir la verdad. Con el intercambio, que es razón de ser del diálogo, uno aprende o debe aprender a llevar a cabo esa tarea tan necesaria de ponerse en el lugar de los demás, quienes pueden habitar otros mundos que están en este.
Pues bien, sin perjuicio de las inevitables excepciones, parece que las pasadas elecciones de este mes de las flores que ya toca a su fin (aunque todavía le podrían quedar esos diez días adicionales, hasta el cuarenta, para guardar sin temor el sayo) han sido el comienzo de una nueva época de política de diálogo frente al granítico discurso del «monólogo de sordos» que hemos venido padeciendo y que reducía la arena política a una sucesión de arengas publicitarias entre, en esencia, dos marcas comerciales lampando (¿y rampando?) por una cuota de mercado electoral.
Otro mundo es posible, gritaban contra el relato unificador y excluyente de la globalización.
¿Otra política es posible?
En nuestra mano, también, está.