PREFERENCIAS FINANCIERAS

«¿Sabes por qué siempre ganan Yankees, Frank?
¿Porque tienen a Mickey Mantle?
No, es porque los demásequipos se quedan hipnotizados con las malditas rayas del uniforme…”
Este expresivo diálogo entre padre e hijo (Frank Abgnale Sr. y Frank Abgnale Jr.) extraído de la película de Steven Spielberg «Atrápame si puedes» resulta útil para comprender las razones por las que entidades bancarias de primer orden (BBVA, CAJA MADRID, BANKINTER o LEHMAN BROTHERS) pudieron colocar (sic) entre sus clientes un producto como las participaciones preferentes, sin que los afectados se cuestionaran en ese momento la teórica bondad de las actuación de sus bancos. Confiaban y se dejaban deslumbrar por ellos.

Las participaciones preferentes son títulos atípicos (luego no son plazos o depósitos de dinero) constitutivos de recursos propios para la entidad que los emite (a quien benefician) y que conceden a sus titulares el derecho a percibir una remuneración predeterminada y generalmente no acumulativa, condicionada a la obtención de beneficio distribuible suficiente por parte del emisor en el ejercicio anterior al pago de dividendos y a las limitaciones impuestas por la normativa bancaria sobre recursos propios.
Sus principales y más relevantes características son:
– Que conceden a su titular el derecho a una remuneración determinada en las condiciones de emisión y el pago de esta remuneración estará condicionado a la existencia de beneficios o reservas distribuibles en la entidad de crédito emisora o dominante. Es decir, que el pago de intereses dependerá de diversos extremos ajenos al titular.
– Que no otorgan a sus titulares derechos políticos, como sí hacen, por ejemplo, las acciones.
-Que no otorgan derechos de suscripción preferente respecto de futuras nuevas emisiones.
– Que tienen carácter perpetuo.
– Que en los supuestos de liquidación o disolución de la entidad emisora sus titulares (los clientes bancarios) se situarán, a efectos del orden de prelación de créditos, inmediatamente detrás de todos los acreedores, subordinados o no. Es decir, que el preferentista se sitúa en una postergada posición que, en la práctica, impide que recupere su dinero.
Con esta peculiar naturaleza, ¿quién se sentiría interesado en adquirir este arriesgado producto financiero? Pues bien, si hemos de hacer caso a las más recientes resoluciones judiciales, prácticamente nadie, al menos, no los clientes normales de las entidades bancarias, y desde luego no personas sin experiencia en productos de inversión o sin veleidades de especulador.
En la magnífica “Ulises y la comadreja” de Georg von Wallwitz se argumenta que, en el descontrolado capitalismo de casino que globalmente nos envuelve, debemos distinguir entre ahorradores, inversores y especuladores. La participación preferente –del inglés preference shares. Nunca de una traducción literal resultó un tan engañoso nombre en nuestro idioma, pues no tienen nada de “preferentes” para el cliente-, desde luego, no sería el producto adecuado para los primeros, pues debiera estar reservada para perfiles más afines al riesgo de las arcanas volatilidades de los mercados.
Con tales premisas, ya estaríamos en disposición de alcanzar una primera conclusión sobre la venta y colocación masiva y descontrolada de estos productos tóxicos que, si bien in abstracto son legales, no lo es tanto su ofrecimiento (velado, sesgado, interesado) a quien ni lo necesita, ni (en verdad) lo quiere, ni tampoco lo conoce o lo puede conocer, precisamente porque el banco le escamotea la información necesaria para ello.
En este sentido, las diversas acciones en defensa de los intereses de los consumidores y usuarios han puesto de manifiesto que estos se han visto desbordados, así como seriamente perjudicados, por la indiscriminada venta agresiva y sin tener en cuenta sus necesidades (amén de incumpliendo toda obligación legal de información precisa) por parte de las entidades bancarias (obviamente en situación de preeminencia y superioridad en el desenvolvimiento de las relaciones con sus clientes) de productos de alto riesgo, camuflados, ladinamente, bajo el ropaje de bondadosos seguros o plazos fijos garantizados.
El maestro y padre de nuestro Derecho Mercantil Joaquín Garrigues nos enseñaba que en nuestra querida España, ya desde los años cincuenta, se había instaurado la cultura del “dónde hay que firmar”, y ello porque los clientes bancarios se limitaban a estampar su rúbrica ante cualquier documento que su banco les pusiera por delante, confiando en su solvencia profesional, en su integridad y en su respeto por las normas de control de su gestión.

¿Quién no se habría quedado embelesado ante las rayas de los Yankees?





[Aquí les dejo una muy reciente Sentencia sobre participaciones preferentes en la que participó el letrado que suscribe]