El desconcierto que debió sufrir Joseph K. cuando, al comienzo de El Proceso de Kafka, fue detenido sin saber qué cargos se le imputaban ni, por tanto, cómo desplegar una defensa eficaz frente a la laberíntica y absurda burocracia de los Habsburgo, bien puede asemejarse a la sensación de desnuda desprotección que cualquier persona padece cuando es privada de libertad por la policía o la guardia civil y sólo puede entrevistarse con su abogado (ya elegido, ya designado de oficio), tras haber estado radicalmente solo ante los funcionarios policiales, limitándose el apoyo letrado a sentarse junto al detenido al momento de la toma de declaración, sin que se le permita articular palabra ni, por tanto, defender verdaderamente a su cliente.
Esta kafkiana realidad tiene carta de naturaleza al estar así contemplada en el artículo 520 de la vigente Ley de Enjuiciamiento Criminal (esa norma que, según el actual presidente del Tribunal Supremo, está pensada para perseguir a “roba gallinas”, sic), donde, entre un escueto catálogo de derechos, más formalmente respetados que materialmente garantizados, se afirma que toda persona detenida será informada de que tiene derecho a solicitar la asistencia de letrado, reducida esta asistencia a exigir que se informe al detenido de sus derechos y a entrevistarse reservadamente con el detenido, al término de la práctica de la diligencia en que hubiere intervenido, no antes.
Es decir, que, de conformidad con el literal de la Ley, la persona detenida ni puede conocer del contenido del expediente que se sigue contra ella (tan sólo, una suerte de enunciado de los hechos imputados), ni tampoco puede tener relación o asesoramiento letrado hasta tanto no haya prestado declaración (o no la haya prestado, si se acogió a su derecho a no declarar, eso sí, sin que por su abogado se le pueda advertir previamente acerca de lo más conveniente para su defensa), si bien, tampoco en ese momento tendrá acceso a su expediente, debiendo esperar a su puesta a disposición judicial para, incluso, tener copia de su propia declaración policial.
Este contexto se ha visto afortunadamente matizado por nuestro Tribunal Constitucional (SSTC 21/1997, 196/1987 y 252/1994), que ha interpretado que la finalidad de la asistencia del abogado en sede policial, consiste en “asegurar, con su presencia personal, que los derechos constitucionales del detenido sean respetados, que no sufra coacción o trato incompatible con su dignidad y libertad de declaración y que tendrá el debido asesoramiento técnico sobre la conducta a observar en los interrogatorios, incluida la de guardar silencio, así como sobre su derecho a comprobar, una vez realizados y concluidos con la presencia activa del Letrado, la fidelidad de lo transcrito en el acta de declaración que se le presenta a la firma”.
No obstante lo anterior, la práctica forense viene siendo bien distinta, acomodándose los protocolos policiales al rigor de la letra (maxima lex maxima iniuria) del citado artículo 520 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal y sometiendo a la persona detenida a la oscuridad, no tanto de los calabozos, sino de la ignorancia que provocan los laberínticos vericuetos de los procedimientos legales y que le niegan, si quiera, copia de los atestados policiales en los que se ven incursos.
Este aterrador presente, que más tiene que ver con El Proceso que con un tratado de Derecho Procesal, sin embargo, presentaría visos inminentes de cambio si no se interpusiera de por medio un cierto menosprecio de nuestro Gobierno por las garantías procedimentales.
Me explico: con fecha 22 de mayo de 2012 se dictó la Directiva 2012/13/UE del Parlamento y del Consejo relativa al derecho a la información en los procesos penales. En esa norma se despliega un verdadero catálogo de garantías para la persona detenida, de tal modo que se debe proteger que reciba información (que habrá de ser facilitada “con prontitud y con el grado de detalle necesario para salvaguardar la equidad del proceso y permitir el ejercicio efectivo de los derechos de defensa”) sobre la infracción penal que se sospecha ha cometido o está acusada de haber cometido.
Del mismo modo la norma europea (preeminente frente a nuestro propio ordenamiento jurídico interno) exige, no sólo verdadera asistencia letrada, sino que se garantice a la persona detenida que, gratuitamente, tenga acceso a aquellos documentos relacionados con su expediente.
Esta Directiva, de acuerdo con su propia dicción, plantea unos mínimos que todo estado miembro debe cumplir, adaptando su legislación de manera fiel a la propia Directiva así como a las previsiones de la Carta del Consejo Europeo de Derechos Humanos, prohibiéndose expresamente cualquier interpretación regresiva o limitativa de derechos. La propia Directiva (artículo 11) estableció un plazo máximo de dos años para la incorporación al derecho nacional de cada miembro de estas garantías mínimas, término que expiró el pasado 2 de junio de 2014.
Pues bien, no ha tenido ocasión aún nuestro Gobierno de acondicionar su legislación procesal penal a tal Directiva, si bien es cierto que el pasado 5 de septiembre de 2014 se presentó un proyecto de Ley ante el Congreso de los Diputados que, muy parcialmente, pretende incorporar un remedo de la norma europea a nuestro Derecho y ello tras intentar (también fuera de plazo, por cierto), trasponer la citada Directiva en una mera Disposición Adicional de otra norma jurídica distinta (en este caso, la que aprobaría el llamado “Estatuto de la víctima”), abusando de esta mala praxis legislativa incompatible con el rigor y la transparencia (sí, el concepto de moda) que la ciudadanía debe exigir y que le es debida por sus representantes públicos.
Nada nuevo es decir que en un mundo sin reglas la parte débil (el detenido) queda abandonada al poder omnímodo del más fuerte.
En cambio, en un escenario en el que conviven reglas imparciales, todas las partes implicadas en una controversia tienen igualdad de oportunidades de defensa y equilibrio en sus armas.
Por todo, retrasar o evitar las reformas legales que permitan alcanzar un no tan utópico Estado de Derecho más decente no tiene otra explicación que la desidia, el desinterés o la mera falta de voluntad por conciliar la vertiente punitiva (una de las que encierra, pero no la única) del Derecho Penal, con la tutela de los Derechos Fundamentales. Esta ausencia de afecto por el buen gobierno sí que, paso a paso (hacia atrás) puede desembocar en un no tan lejano y distópico estado sin reglas justas, en el que, paradójicamente, no sea posible ya el ejercicio de la libertad de cada cual.