QUE SE LLAMA SOLEDAD

Películas, series, canciones, novelas, anuncios de televisión… Todo el catálogo de productos propiamente navideños ofrece ejemplos de vidas acartonadas en las que los protagonistas, tarde o temprano, se ven arropados por entrañables familiares o ingeniosos amigos que les reconcilian con su azarosa y divertida peripecia vital.

Como buenos y dóciles consumidores solo queremos comprar aquello que nos ofertan. Es el espíritu de la navidad por un módico precio.

Hace apenas un año, en un bellísimo corto de animación, la filósofa Kimberley Brownlee se preguntaba si existía algo así como un derecho a no estar solo.

Su provocador interrogante podría, en un primer momento, resultar paradójico o innecesario en un mundo ultra conectado y en el que el mito capitalista del individuo hecho a sí mismo hace tiempo que ganó la batalla en el mercado de las ideas. Un mundo en el que, además, resulta habitual escuchar la queja de quien no tiene espacio ni tiempo para la desconexión, de quien exige lo que se antoja como un trivial derecho a estar solo.

Obviamente se trata de soledades distintas. La que preocupa a la profesora canadiense no es la que busca quien deliberadamente huye del mundanal ruido, sino aquella que desmoraliza a quien está socialmente aislado, la soledad que se ha hecho crónica y aguda. Que no es opcional. Que duele.

Lamentablemente -concluye Brownlee- no existe un derecho legal que permita elegir no estar solo. Sin embargo, sí que podemos apostar por determinados planteamientos sociopolíticos que, frente a quienes abogan por una sociedad de individuos competitivos y aislados, defienden tanto la preservación y mejora de espacios públicos valiosos -desde bibliotecas a centros de salud, pasando por escuelas, parques o centros cívicos- como la promoción de políticas de cuidados que, entre otras virtudes, ayuden a paliar las condiciones subyacentes que provocan la soledad.

Del mismo modo, también está en nuestra mano adoptar un compromiso moral con ese supuesto derecho a no estar solo, desconectándonos de tanto en tanto de las frívolas urgencias que nos atenazan y conectándonos con quienes, como cantaba aquella canción, viven con la cabeza recostada en el hombro de la luna, hablando de esa amante inoportuna, que se llama soledad.