Todavía hay quien dice que no le interesa la política. Como si fuera posible vivir de espaldas al mundo que se ha recibido y en el que nos ha tocado vivir; una realidad que nos preexistía y nos sobrevivirá y de la que no podemos alejarnos o renunciar a ser parte porque no es cierto eso de que estemos nosotros de un lado y el mundo de otro; nosotros somos mundo. Tampoco, me parece, se puede vivir sin mirar de vez en cuando hacia el futuro, como si, por ejemplo, alguien afirmara que no le interesa el aire que respira, el agua que bebe, o, como hermosamente citaba el poeta, el trabajo al que acude, el traje que le cubre, la casa donde habita o el pan que le alimenta. O, por el contrario y como el negativo de todo aquello: el desempleo prolongado que aleja de toda esperanza; la ropa que se compra, se tira y se vuelve a comprar y que compromete la salud del planeta mientras desprecia los derechos fundamentales de quienes confeccionan unas prendas que no pueden permitirse con sus sueldos de miseria; la falta de vivienda o la devaluación de la vida en común en pueblos y barrios convertidos en decorados de franquicias o parques de atracciones para hordas de turistas; o la comida basura que sacia los insalubres cuerpos de los más desfavorecidos en la lotería social y que tuvieron la mala fortuna de nacer en el lugar y el tiempo equivocado.
También —seguro que conocen a más de uno— hay quien se vanagloria de despreciar la filosofía, de desdeñar el asombro que nos asalta cuando contemplamos cuanto nos rodea; quien hace suyo aquello tan reaccionario de la acción sin reflexión; personas ingratas que olvidan el impagable presente que tantos autores y tantas autoras nos han dejado en sus páginas cargadas de pensamientos que nos han ayudado a ser mejores; quienes, en definitiva, entienden la vida como la interminable jornada de trabajo en una oficina donde se compite contra el reloj, contra los compañeros o contra todo aquel que se interpongan entre una difusa y egoísta concepción del éxito que sólo entiende de sumar cifras, aquí y ahora, en una cuenta corriente que se consulta, cada cual a lo suyo, desde la pantalla de uno de esos millones de Gran Hermano que, paradójicamente, nos vigilan mientras, dóciles, nosotros los miramos absortos.
Si Ana Carrasco-Conde suele repetir que nacemos comenzados, que llegamos a un mundo que tiene ya unas reglas de juego, un lenguaje establecido, unas dinámicas más o menos perversas, una estructura social más o menos flexible, o, también, una casilla de salida desde la que tratar de ganarse la vida; María Zambrano nos enseñó que existe una actitud política ante la vida, que es simplemente «intervenir en ella con un afán o voluntad de reforma», partiendo tanto del «no conformismo», o la protesta ante lo que es, como del «ansia de lo que debe ser». Es decir, que nacemos comenzados, sí, pero no estamos acabados. Hoy es siempre todavía.
A todos aquellos que se cuestionan para qué sirve la filosofía o, mejor aún, que se preguntan si todavía se debería seguir filosofando —como si hubiéramos llegado ya a alguna estación final de trayecto o como si la historia hubiera ya concluido— Marina Garcés les reconviene preguntándose, por el contrario, cómo sería posible no filosofar, tomando como punto de partida para su reflexión el infinito desajuste que existe entre la vida y sus posibilidades, entre los hechos y los valores, entre lo que sabemos y lo que se nos escapa, aunque no sepamos qué es. Para andar ese frágil camino, y otras tantas rutas que se abren paso en cada biografía, ningún compañero de viaje mejor que el pensamiento. O, como tan poéticamente se definió en la Grecia clásica, el diálogo del alma consigo misma.
Es, precisamente, por la perplejidad que generan estas y otras encrucijadas —tan humanas demasiado humanas— por lo que no podemos permitirnos dejar de pensar sobre lo que significa la vida en común: qué es justo, qué es bueno, qué debemos hacer si, como es el caso, estamos condenados a (con-)vivir con nuestros semejantes. Como tampoco debemos silenciar el permanente diálogo abierto con los demás, pues con las infinitas palabras que se entrelazan las unas con las otras se teje un fino hilo de esperanza que, como el de Ariadna, no sólo ayuda a escapar del lóbrego laberinto del minotauro, sino que también sirve para seguir haciendo y rehaciendo el mundo que nos ha tocado en suerte. Un mundo que es, pero que bien podría ser de otro modo. Esa es nuestra tarea, que es moral, sí; pero también política.
Compromiso y diálogo, por tanto, que van más allá, afuera de uno mismo. Razón hablada —o poética, que diría Zambrano— y que, como los buenos cantes, es de ida y vuelta, reconociéndose en los demás, con quienes convivimos en el mismo y desvencijado planeta que necesariamente compartimos; en el que somos, sí, pero sobre todo en el que podemos y debemos llegar a ser.
Eso es política, quien lo probó lo sabe.