¿SOCIALISMO?


Una de las islas donde naufragar que me van quedando se encuentra habitada por un puñado de hombres y mujeres que, una vez al mes, se reúnen en una biblioteca pública para leer, comentar y reflexionar en común un libro. En nuestro y caso y como quiera que se trata de un club de lectura de ensayo, una obra pensada para hacer pensar.

La orgullosa pertenencia a este grupo –abierto a cualquiera que desee leer con los demás- me ha llevado, hace apenas unos días, a acudir a la conmemoración anual de los clubes de lectura, un encuentro participativo en el que las lectoras (porque son sobre todo mujeres) y los lectores (los menos) acuden llevando comida y bebida traída de sus casas para compartirla con todas las personas asistentes y ponerla en común de manera generosa y solidaria, cooperando en la organización y limpieza de la fiesta. Sin esperar nada a cambio.

Esta celebración de la lectura comunitaria y pública me ha hecho recordar el breve y delicioso ensayo «¿Por qué no el socialismo?» (Editorial Katz), escrito por el filósofo canadiense Gerald A. Cohen y en el que se plantea, entre otras cuestiones, que la aplicación de los principios socialistas -no confundir con las estructuras económicas socialistas, cuya experiencia histórica no ha tenido resultados dignos de imitación- puede ser algo tan recomendable como factible.

Partiendo de una potente y sencilla propuesta -un grupo de personas que participa en un campamento. Un castizo perol podríamos decir por estos lares- Cohen concluye que lo razonable es que el grupo de excursionistas no sólo no se desenvuelva rigiéndose por principios mercantilistas, sino que muy al contrario lo natural será que cada cual ponga en común sus posesiones, sus habilidades o su tiempo en provecho del grupo, repartiéndose a la par las tareas, comida u otros beneficios y cargas de acuerdo con las necesidades y capacidades que cada cual tenga.

El tristemente ya desaparecido profesor de Oxford, con su habitual y sugerente estilo irónico e inapelable, lleva al lector a reconocer lo absurdo que sería que quien tenga mayor pericia para la pesca venda su producto o exija una mejor pieza como retribución por su aportación al grupo, o, del mismo modo, lo peregrino que resultaría que quien, vagando por el campo, encontrara un magnífico manzano, reclamara para sí menos tareas de limpieza como contrapartida por su azaroso hallazgo. La lógica del intercambio mercantil no sirve y carece de sentido en estas situaciones.

Cohen -ese apellido y su origen canadiense anticipan siempre algo interesante- trata también de dar respuesta a obvios ataques previsibles como que sus aparentemente idílicos planteamientos se vuelven inútiles a gran escala pues resultarían en todo punto inviables al aplicarse a grandes grupos humanos. Nadie mejor que el propio pensador canadiense para refutar tales invectivas y me permito remitir al lector o lectora de estas líneas a acudir a la fuente original pues la lectura de Jerry Cohen siempre resulta grata y provechosa.
Sin embargo lo anterior, el libro sí que tiene la honradez de reconocer que si bien hemos sido capaces de construir las más variopintas estructuras políticas, económicas y sociales que se articulen en torno al egoísmo humano, por el contrario, al momento presente aún no hemos podido diseñar las arquitecturas necesarias para sustentar grupos de personas (desde las más pequeñas asociaciones temporales hasta las gigantescas organizaciones y federaciones de países) que basen en la solidaridad sus diversas relaciones.

No obstante, parece evidente que no somos sólo egoísmo, aunque seamos en parte individualistas. Ni tampoco somos sólo altruismo, aunque tengamos momentos de pura generosidad. Somos y vivimos una vida que fluye y vibra en un entorno líquido de contradicción permanente.

Así, al igual que hemos sido capaces de potenciar formas de vida que se basan en el individualismo y la codicia –con sus continuas fallas, como demuestran las recurrentes crisis económicas y sus perversos resultados- y hemos pretendido hacer del vicio privado virtud pública, se trataría ahora de conseguir articular propuestas y construir realidades sociales, económicas y culturales que fomenten y premien –¿incentiven?el lado más cooperativo y generoso del ser humano, sin que las obvias debilidades o las puntuales y desastrosas experiencias pasadas –como gusta decir a los economistas liberales: la realidad es sólo un caso particular y por tanto no debe empañar la teoría general- sirvan como único argumento para cesar en este inaplazable empeño, no tan utópico.


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