TAMARA

En Las ciudades invisibles Italo Calvino dibuja con minucioso y poético trazo la cartografía de lugares imposibles que, paradójicamente, se nos antojan como utopías cercanas y reconocibles.

En el libro, el célebre mercader veneciano Marco Polo describe ante la concupiscente atención de Kublai Kan, «emperador de los tártaros», las impresiones que las diversas ciudades que ha visitado han ido dejando en su memoria de embajador y viajero infatigable.

Una de esas quiméricas urbes es Tamara -pues todas tienen nombre de mujer-, que se corresponde con la primera de la serie conocida como “las ciudades y los signos”. De esta metrópoli destaca que, cuando uno entra en su perímetro, “el ojo no ve cosas, sino figuras de cosas que parecen otras cosas”, de tal modo que “incluso las mercancías que los comerciantes exhiben en sus mostradores valen no por sí mismas, sino como signo de otras cosas”. Ya se sabe, algo similar a la machadiana relación entre valor y precio.

Sin duda, Tamara es una ciudad mucho más visible de lo que podría parecer y el recorrido por sus calles nos puede servir para distinguir nuestras propias trampas y sinécdoques cotidianas, aquellas en que habitamos y en las que el grito, la amenaza del miedo constante o el mero reclamo comercial han ocupado el lugar que debiera haber quedado reservado para el diálogo, la seducción que provoca un futuro esperanzador o la armonía que resulta al sumar melodías diferentes, pero compartidas.

En Tamara, relata Marco Polo, “la mirada recorre las calles como páginas escritas: la ciudad dice todo lo que debes pensar, te hace repetir su discurso, y mientras crees que visitas Tamara, no haces sino retener los nombres con los cuales se define a sí misma y a todas sus partes. Cómo es verdaderamente la ciudad bajo esta apretada envoltura de signos, qué contiene o qué esconde, el hombre sale de Tamara sin haberlo sabido”.

Sin embargo esa aparentemente lisérgica distopía nos resulta muy familiar. Retemos nombres (Venezuela, déficit, empleo, nación) como si fuéramos capaces de entender a qué se refieren, como si, ufanos, alcanzáramos a descifrar su contenido, más allá de su función como interesado y simple signo.

Nos paseamos por la arena política que conforman los diarios, las televisiones o las redes sociales jugando con estilizados y evanescentes signos que nos sirven para creer que conocemos, o si quiera intuimos, realidades acerca de las que, a diario, nos despachamos sin sonrojo como si fuéramos versados sabios, como si en verdad supiéramos qué se esconde detrás de cada tendencioso símbolo.

Y mientras seguimos llenando comentarios, páginas, tuits o tardes de café con más y más fútiles palabras que se refieren a otros tantos vanos signos (sutil, pero implacablemente impuestos) el reloj continúa corriendo y se nos olvida que no quedan ya apenas razones para aplazar la necesaria idea de saltar por encima de los cielos desde los que caen tantos signos, sustituyentes, que ocultan a su antojo la realidad sustituida.