TELETRABAJANDO

Piensen en una palabra cualquiera. Una que implique un concepto, por ejemplo “una mesa” o “un banco”. Ahora traten de definirlo.

 

Las palabras valen por aquello que designan, por las notas o ideas que quedan dentro de ellas (como “cuatro” y “patas” o como “usura” y “desahucio”), delimitadas por sus márgenes. Por eso definir significa poner límites.

 

En su libro Lo que el dinero no puede comprar. Los límites morales del mercado el conocido filósofo Michael Sandel reflexiona acerca de cómo la mentalidad económica (entendida, además, en sentido capitalista) ha invadido todas las esferas de la vida humana: la política, la escuela, la salud, la familia, la amistad e incluso el amor.

 

Todo está en venta y habríamos pasado de una economía de mercado (una herramienta que, según el autor, sería valiosa y eficaz para organizar la actividad productiva) a una sociedad de mercado, esto es, una forma de vivir en la que los valores mercantiles penetran en cada aspecto de las infinitas actividades humanas.

 

Como expresivamente resume el profesor de Harvard -premio Princesa de Asturias en 2018-, si bien en los años sesenta del siglo pasado los principales manuales y tratados sobre la materia definían a la economía como “el mundo de los precios, los salarios, los tipos de interés, las acciones y los bonos, los bancos y los créditos, los impuestos y los gastos” (Samuelson); en cambio, hoy día, uno de los libros de referencia en las facultades de economía (Mankiw) define esta disciplina como “un grupo de personas que interactúan unas con otras cuando hacen sus vidas”.

 

El vehemente concepto de “economía”, desbordado y sin límites, contamina la psicología, la sociología y, en definitiva, cualquier ámbito que tenga que ver con lo humano.

 

En cualquier caso, del expresivo ejemplo citado por Sandel se puede concluir que la actual situación ni ha sido siempre así ni tampoco, por tanto, tendría por qué ser necesariamente así. Como en aquella ciudad indeterminada de Amanece que no es poco, se trata de algo contingente que, por tanto, podría cambiarse. Se podría definir de otra manera.

 

En la misma línea, César Rendueles nos recuerda que el comercio, hace no mucho, era algo limitado en el tiempo y en el espacio, claramente definido, en tanto que ocurría en un lugar determinado y en un momento concreto.

 

Vemos, por tanto, que hay conceptos que tienen una gran fuerza expansiva, que desborda o destruye sus límites, ampliando sus definiciones y contagiando todo aquello que tocan.

 

Pues bien, al igual que la Real Academia de la Lengua (RAE) trata de fijar los significados -aquello que designan las maleables palabras- también la Ley, como expresión de la voluntad de la ciudadanía, está en disposición de acomodar aquello que es con aquello que debería ser.

 

En este sentido, se encuentran actualmente en trámite los trabajos legislativos relativos a la definición -los límites- y la regulación de qué sea o qué deba ser el “teletrabajo”, y ello en tanto que se trata de una, cada vez más extensa, práctica laboral. Se trata, abusando del tópico, de una realidad que ha venido para quedarse.

 

Así, tal vez debido a la exigua mención actual en el Estatuto de los Trabajadores o a las meras recomendaciones del Acuerdo Marco Europeo sobre Teletrabajo, lo cierto es que la situación generada por la pandemia, sumada a la falta de práctica ante un contexto novedoso y la ausencia de límites claros -y, por tanto, de una definición detallada y precisa- ha desembocado, como han puesto de manifiesto determinados estudios y como subraya el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, en escenarios de autoexplotación en los que “nos explotamos a nosotros mismos en la creencia de que así nos realizamos, pero en realidad somos unos siervos.”

 

Obviamente no se trata de todos los casos de “teletrabajo”, pero su cierta posibilidad -constatada, como se ha dicho- hace que se trate de un riesgo que deberíamos tratar de evitar.

 

El “teletrabajo” transita así desde la idealizada idea de libertad de poder realizar una tarea a distancia -como se intuye a partir de su etimología- a tornarse en una suerte de “pantrabajo” en el que todo gira, incluso en nuestras propias casas, alrededor de las obligaciones dimanantes de la relación laboral, que todo lo contamina, de tal modo que la atención de cualesquiera otras e inaplazables o ineludibles obligaciones personales, domésticas o familiares -que, por demás, todo indica, vuelven a caer mayoritariamente del lado de las mujeres- genera un sentimiento de culpa que se habrá de redimir dedicando más y más tiempo al ordenador, un atractivo dispositivo que termina siendo algo así como un inquebrantable manijero digital permanentemente vigilante en nuestros hogares.

 

Del cuarto propio a la filial 24/7.

 

El derecho laboral, como cuando le toca a la RAE, no debería perder su oportunidad de fijar, limpiar y dar esplendor al “teletrabajo”, delineando sus contornos y moderando la fuerza expansiva que determinados conceptos –mercado, comercio, trabajo– tienen cuando se dejan en manos de unos pocos. Por eso mismo se necesita embridarlos para, como debiera ser el fin del Derecho, proteger al más débil: aquel o aquella que, en cada caso, se juega el pan de su casa, ahora también, en su propia casa.

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