Somos el tiempo que nos queda, nos enseñó el poeta.
Cada año que comienza, tratamos de volver a llenar nuestro calendario con ilusiones –nuevas, lejanas; repetidas gastadas- que nos hagan un poco más llevaderos los amontonados días venideros. Sin embargo, alcanzamos cada primero de enero con la insoslayable carga de las derrotas pasadas y con la certidumbre inquebrantable de las que presumiblemente no podremos eludir en el tiempo que nos queda.
El profeta, también en esta ocasión, llora al no haber predicho el diluvio y las historias de nuestro almanaque se pueblan ahora de personas como tú y como yo (nosotros mismos) que se retuercen de dolor cuando a su lado ven desfilar a quienes, injustamente –aunque, en no pocas ocasiones, bajo un manto de inquebrantable legalidad-, han sido despojados de su vida presente, condenados, además, a un futuro yermo de esperanzas.
Los gritos sordos de este rincón del mundo son fruto de las vitales y preliminares ausencias –de las grandes palabras, gastadas como monedas que van perdiendo su troquel: la Justicia, la Libertad, la Igualdad, la Decencia…- que nos toca vivir en este tiempo que queda y que es nuestra tramposa vida, donde el fullero sigue poniendo los dados.
Hace alrededor de trescientos sesenta y cinco días demandábamos que quienes -desgobernados y mendaces- se publicitaban como rectores de nuestros destinos se esforzaran, junto con nosotros –nos es exigible en democracia remangarnos e implicarnos en cada decisión-, para construir una utópica arquitectura social más justa.
Sin embargo, hoy, de la mano de Margalit, nos conformaríamos –sin renuncias, eso sí- con fines más modestos: una sociedad, simplemente, decente.
Caminemos.