Cuando —como cantaba el poeta— era más joven, solía acudir cada fin de semana al polideportivo para jugar en la liga local. Entonces, aquel espacio se reducía, para mí, exclusivamente a la pista de fútbol sala. Nunca me asomé a las demás instalaciones habilitadas para la práctica de otros deportes o actividades, del tal modo que apenas sabía de su existencia, de sus dimensiones o de las gentes que por allí pasaban, a quienes desconocía por completo.
Tiempo después —supongo que por ese conjunto de circunstancias que llamamos azar— me he encontrado con algunas de esas personas que, en lugar de ir a participar en la liga, practicaban pádel, musculación, gimnasia reparadora o natación. Ninguna de ellas había pisado nunca la pista de fútbol sala ni sabía nada de las gentes que por allí solíamos pulular. Unos y otras guardábamos un recuerdo extremadamente divergente de aquel polideportivo hasta el punto que parecieran dos construcciones radicalmente diferentes, pues incluso accedíamos por puertas distintas. Ya saben, como en esas series donde en una misma mansión coinciden, sin convivir, una zona noble y una planta baja habitada por el servicio. Algo parecido a la maldición de la película «Lady Halcón»: siempre juntos, pero eternamente separados.
Este fin de semana, en Madrid, miles de personas se han concentrado «Por España, la democracia y la constitución», y yo —y otros tantos y tantas como yo— que soy español (por efecto, ni menos ni tampoco más, de la lotería que supone haber nacido aquí), demócrata (por convicción, voluntad y militancia) y constitucionalista (esto último hasta el punto de enseñar la norma suprema en la Universidad) no me he sentido interpelado —ni necesariamente atacado— por sus proclamas, las cuales, más que malvadas o equivocadas, me parecen pobremente estrechas de miras, tal vez manipuladas y, sobre todo, ciegamente dogmáticas, como si, muchos años atrás, un yo más joven se hubiera limitado a definir aquel polideportivo —ese lugar donde quien quiera puede practicar el deporte o actividad que desee, obviamente respetando el mínimo marco de convivencia fijado por el propio espacio— circunscribiéndolo únicamente al campo de fútbol y a quienes jugaban en él, despreciando, apartando la mirada, desoyendo o negándose reconocer al resto de deportistas o usuarios, con sus necesidades, sus preferencias y sus propios espacios.
Sin duda, mucho más ilustrativa que esta torpe metáfora, resulta la célebre «parábola del elefante» que Erich Fromm rescató de la tradición oriental. Se la recuerdo: seis ciegos sabios, dedicados al estudio, deseaban conocer qué era un elefante. Como no podían ver, decidieron utilizar sus manos. El primero se topó con el lomo, duro y ancho, del animal, exclamando «ya veo, es como una pared». El segundo tocó el colmillo y gritó «esto es tan agudo, redondo y liso que el elefante es como una lanza». El tercero palpó la trompa retorcida y exclamó «¡Dios me libre! El elefante es como una serpiente». El cuarto alcanzó la pierna del animal, concluyendo «está claro, el elefante, es como un árbol». El quinto tocó una oreja y afirmó «aún el más ciego de los hombres se daría cuenta de que el elefante es como un abanico». El último agarró la cola, infiriendo «el elefante es muy parecido a una soga».
Como en este cuento, quienes tercamente y como si de una suerte de sinécdoque se tratara, defienden como si fuera el todo sólo una parte —apenas una visión— de España o de la constitución pueden, sí, estar parcialmente en lo cierto, pero en el fondo, están totalmente equivocados.
Además, esta miopía —que más bien es ceguera intelectual, como la de quienes se piensan a sí mismos sabios— no termina sólo en un déficit visual al no ver al otro, sino que también termina siendo carencia democrática y constitucional al negarle el pan —moral y legal— a quien no piensa ni ve el mundo como uno mismo.
Así, en lugar de un saludable escepticismo —que implica duda y movimiento (es decir método o camino, siempre preferible a la morada), además de respeto, apertura y tolerancia— quienes se erigen en conocedores, o aun representantes, de la «Verdad», se afanan en gritar para tratar de imponer una única y pobre visión parcial —la suya— como si fuera un todo, desdeñando las legítimas diferencias, las inevitables perspectivas o las evidentes multiplicidades que nos conforman.
Hablar hoy de esencias, como si se leyera un tratado de escolástica, no sólo nos recuerda a aquella apolillada España de cerrado y sacristía que denunciara Machado, sino que parece olvidar más de cincuenta años de pensamiento que, por diversos caminos, se ha ido alejando de una encorsetada concepción metafísica del mundo que trata de reducirlo todo a una supuesta unidad trascendente, la cual, a todas luces, no se compadece con el devenir, nómada y plural, de eso que llamamos realidad y que está aquí y ahora.