UTOPÍA PARA UN NUEVO AÑO


Tal vez gracias a una educación pública hoy difícilmente imaginable, me vienen a la memoria las tensiones existentes entre dos filósofos presocráticos: Parménides de Elea y Heráclito de Éfeso.

El primero, según parece, habría abogado por considerar que la verdad (frente a la opinión) es inmanente e inalterable, conforma un ser de las cosas que permanece inmutable. “Lo que es, es”, así se resumía (muy gráficamente) su pensamiento en mis clases de instituto.

El segundo, apodado el oscuro, afirmaría aquello de “todo fluye” para tratar de sintetizar que nada permanece, que todo cambia de manera incesante, cualquier cosa es susceptible de mutar continuamente.

Confieso que siempre tuve predilección por Heráclito y no sólo por su famoso río (aquél en que sólo se bañaban dos veces los muy pobres, según la irónica glosa del poeta Ángel González) sino también por aquella preclara y atinada aseveración de que las ciudades debían defender tanto sus murallas como sus leyes por servir unas y otras para la protección y el buen gobierno de sus habitantes.

No obstante mis preferencias, parece que de un tiempo a esta parte estemos padeciendo la “herencia recibida” (con perdón) del pensador eleático, si bien debidamente remozada para tratar de justificar una derrotista y desesperanzada concepción de la vida política como el reino del inamovible status quo.

En consecuencia, la descafeinada “democracia” que se limita a permitir a sus consumidores-ciudadanos que se acerquen a las urnas cada cuatro años para escoger entre devaluados y superficiales productos de mercadotecnia no se cansa de tratar de vendernos que todo está escrito, que no es posible salirse de los márgenes que dictan las inalterables e incontrovertibles leyes de la “física económica”, que la utopía del cambio es sólo un cuento de hadas que se desvanece al primer contacto con la realpolitike, que los profesionales de la cosa pública (aunque, paradójicamente, no pocos aborrezcan de los servicios y las propiedades públicas) sólo pueden afanarse en actuar como meros gestores de unas reglas que son, como el ser de Parménides, de una determinada manera y que no pueden ser de otro modo.

Sin embargo, si aceptáramos sin más esta premisa nos encontraríamos atrapados en una difícil aporía, a saber, la contradicción insalvable que supone hablar de “gobierno del pueblo” cuando lo que la ciudadanía decidiera no podría en caso alguno llevarse a cabo, donde cualquier alternativa política estaría abocada indefectiblemente a estrellarse contra el muro de un pensamiento y una realidad única, donde votar resultara inútil porque cada papeleta acabaría archivada en una misma caja registradora.

En ese distópico mundo -que se parece mucho al que nos tratan de dibujar constantemente- la democracia quedaría reducida al superfluo y estéril ejercicio de preguntar al pueblo su inservible parecer cuando de antemano se sabría que sólo existe una decisión o una acción política posible a la que inexorablemente estaríamos destinados aún a pesar de nuestros pueriles y voluntariosos deseos de cambio.

Frente a esta descorazonadora realidad -que, en verdad, es pura apariencia, mera coyuntura fruto de una ideología determinada y por tanto susceptible de ser transformada- conviene poner el suficiente empeño en recordar no sólo los más citados aforismos de Heráclito que se estudiaban en la antigua y denostada educación pública, sino también su reflexión y actitud de asunción del cambio como algo tan posible como natural y respecto del que no hay que tener ningún temor.

Toda la vida -que es plural, diversa, múltiple- es fluir continuo y no se le puede tener miedo a la vida.

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