V13. El juicio como metáfora

8 de septiembre de 2021. Île de la Cité. París. Se abre la sesión. Comienza el juicio por los célebres y trágicos atentados terroristas cometidos un viernes 13 —de noviembre de 2015— en la Sala Bataclán y en otros dos funestos escenarios de la ciudad de la luz.

 

Entre el público asistente a ese proceso que se prolongará hasta junio de 2022 se encuentra el escritor francés Emmanuel Carrère, quien ahora publica V13. Crónica judicial (Anagrama, 2023), una reelaboración y ampliación de los diversos textos que, periódicamente, fue enviando al semanario L´Obs y que tuvieron como génesis tanto su interés en «esa misteriosa actividad humana que consiste en impartir justicia» como comprender el mal, tal y como en 1961, en Jerusalén, le ocurrió a Hannah Arendt, quien se encomendó al The New Yorker para informar sobre el juicio contra Adolf Eichmann, el arquitecto de la «solución final» para el pueblo judío durante el dominio y el terror nazi. Ya saben, aquel tipo gris y anodino que dejó de pensar y ejemplificó «la banalidad del mal».

 

Comprender no es justificar —como ha subrayado recientemente la filósofa Ana Carrasco-Conde en su imprescindible Decir el mal—, y ante la humana necesidad o aspiración de tratar de entender, parecería que la escritura literaria —mejor que la científica o la jurídica— nos puede resultar de ayuda en nuestro permanente intento de descifrar no sólo qué sea el mal, sino, sobre todo, ese conjunto desordenado y mudable de lo que llamamos condición humana.

 

En este sentido, la obra de Carrère bien puede leerse como un juego literario —con un objeto tremendamente doloroso y desconcertante, como es la muerte caprichosa de personas que no tienen ninguna culpa y a las que se le imputa una forzada y supuesta responsabilidad política por acontecimientos que se producen en ese concepto tan difuso que es Oriente— en el que el proceso judicial actúa como metáfora y el juicio trasciende su evidente utilidad como mecanismo para impartir algo cercano a la justicia, y se convierte en un relato, una representación —con sus interrogatorios, sus juegos cruzados entre acusación y defensa, su concurso agonista de relatos contradictorios, o su dramaturgia y cuidada escenografía— que nos ayuda a comprender. Sobre todo, al otro. Al diferente. Al pobre. Al extranjero. A aquél en cuya mirada, en un primer momento, no podemos encontrar nuestro reflejo.

 

Así las cosas, el juicio avanza planteando algo similar a un juego de espejos: de un lado sitúa a la persona acusada —que atesora un relato de inocencia, al que se aferra— frente al discurso verosímil de la acusación, el cual entra en conflicto con la convicción del encartado —una convicción que puede ser sincera o impostada, real o táctica— de su no culpabilidad; pero igualmente sitúa al público, a la audiencia pública que configura una garantía del estado de derecho, frente a sus propios fantasmas, sienta al banquillo a sus miedos y les dice que le miren a los ojos, que no rehúyan ni le den la espalda al mal.

 

La crónica judicial muestra su entusiasta interés por comprender, pero también subraya la necesidad de juzgar sin pasiones. Sólo conforme a derecho. Sin caer en prejuicios y dejando al margen los —legítimos o al menos naturales— deseos de venganza que pudieran albergar algunas de las víctimas. Carrère apunta que, si queremos vivir en una verdadera democracia, tiene que haber alguien que hable a favor de los acusados, los cuales deben poder ofrecer sus razones, así como tener la oportunidad de que verdaderamente se les conozca para, de este modo, no ser juzgados sumariamente como quien sólo ojea la última página de un libro, sin esforzarse en leer toda la obra desde el comienzo.

 

Especialmente valientes resultan las cariñosas reflexiones que el autor de El adversario o Yoga hace del titánico trabajo de los abogados y abogadas de la defensa, héroes con toga que, además de legitimar el juicio mismo y, en su caso, las condenas —pues el resultado final, en tanto que fruto de un proceso garantista, debe reputarse justo— son las últimas personas que, cuando todo el mundo le ha dado la espalda al acusado, le tienden de nuevo la mano.

 

Una obra, por todo, que tiene la virtud del antiguo teatro griego en el que las tragedias clásicas —y aquí asistimos a una de ellas, con efectos permanentes, pues como se dice en algún momento, el terrorismo es «la tranquilidad imposible»— servían como verdadera escuela de civismo y ciudadanía.

 

 

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