Fue a partir del conocido “CASO DREYFUS” (un capitán judío, falsamente acusado de alta traición a Francia) y tras la defensa pública llevada a cabo por el escrito Émile Zola en su célebre “YO ACUSO” (una suerte de carta abierta dirigida al presidente francés y publicada en el diario L´Aurore) cuando comienza a utilizarse el término “intelectual”, primero de forma despectiva y más adelante tal y como lo conocemos hoy.
Mi admirado Tony Judt escribió sobre los intelectuales (así en masculino) porque entendía que se trataba de personas con actitudes y compromisos morales con la política, porque son gente que subraya la dimensión ética de las alternativas posibles en la vida pública. Judt denunció la, en ocasiones, irresponsabilidad y mediocridad del intelectual que dejaba a la ciudadanía huérfana de un horizonte utópico adonde mirar y dirigir sus pasos.
Que Ramiro Ledesma, padre e ideólogo del Nacionalsindicalismo, escribiera en 1931 que “la política no es actividad propia de intelectuales, sino de hombres de acción”, debe hacernos sospechar, pues el curso de los acontecimientos nos ha podido enseñar que tal vez, y parafraseando al ministro franquista José Solís, habríamos necesitado de más latín y menos gimnasia, de que algún intelectual hubiera dado un paso al frente entre la muchedumbre de “hombres de acción”.
Nos hemos dejado llevar y arrastrar por una constante lluvia de datos y cifras monetarias, y hemos desterrado los libros de poesía, permitiendo que ocuparan su lugar en los anaqueles los tratados de oferta y demanda. Las finanzas se han apropiado del espacio en el que habitaba la literatura o la filosofía y los hechiceros de la economía han silenciado el ruido y la furia de la literatura.
Y yo me acuso por ello.
Cuando descubrimos que casi nada de lo que teníamos era sólido y veíamos cómo algunas de las conquistas sociales o éticas que parecían irrenunciables se nos escapaban entre los dedos, en lugar de buscar respuestas en las letras, en las artes, en lo humano, centramos nuestra atención en unos números, gráficos y datos que no atinábamos a comprender del todo y que nos hablaban, según sus profetas, de inexorables tiempos peores llenos de sacrificios y ausencias.
Llegamos a cambiar la plaza del pueblo por el mercado de derivados, los bancos de los parques por los fondos de inversión, las melodías de las canciones por las letras de cambio.
Sucumbimos ante un deslumbrante economicismo vital y político que nos cegaba y que apenas nos permitía apreciar “la utilidad de lo inútil”.
Y yo me acuso por ello.
Sin embargo, algo parece estar cambiando cuando los poetas o los profesores vuelven a tomar partido por la cosa pública, remangándose sus esperanzadoras camisas blancas.
El mito del buen gestor ha quedado desacreditado y tal vez necesitemos que, además de los contables, también los peritos en lunas asesoren a nuestros gobiernos.
No es una metáfora. La poesía es un arma cargada de futuro.