No parece fácil, a nada que miremos alrededor, atrincherarse en la cada vez más necesaria defensa de la alegría que cantaba Benedetti. La alegría entendida como un derecho. Una vez más, justicia y poesía.
Afirmaba Aristóteles en su Poética que mientras la historia se ocupaba de describir lo particular y lo que, de manera contingente, había ocurrido, la poesía –más filosófica y elevada– se preocupaba de relatar, y por tanto dotar de sentido, lo más amplio, aquello que podría haber ocurrido, es decir, lo que no llegó a ser pero que tal vez debería haber sido. Esa carambola que casi salió -que diría Sabina– y a la que nostálgicamente nos aferramos entre tanta derrota.
Tal vez por eso hablamos de justicia poética y no de justicia histórica, porque restaurar el desequilibrio en la balanza pasaría por ajustar cuentas con lo que no ocurrió pero sin embargo sí que debería haber sucedido: el impuesto cuyo pago fraudulentamente se eludió, el golpe que inicuamente se recibió, el desahucio que indebidamente se tramitó. De ahí que la justicia, que tiene mucho de técnica, tenga también sus dosis de poesía, y es que nada mejor que el arte para explicarnos a nosotros mismos, que, si bien somos física y química, somos también algo más que excede las leyes de la biología o las reglas de la matemática, algo que desborda el estrecho marco de la ciega visión económica del mundo -el ser humano como mero consumidor y usuario. Somos razón, sí, pero también piel. Neuronas y epidermis.
Parecería pues que, apelando a la razón, defender el derecho a la alegría nos abocaría ahora a una ensoñación, a una utopía lejana, a un nolugar inalcanzable si tomamos como punto de partida este paradójico presente que, sin embargo, se antoja como la antesala de un inminente amanecer distópico.
Para el diccionario de la RAE el término “distopía” se define como representación ficticia de una sociedad futura de característica negativas causantes de la alienación humana. Esta detallada descripción, no obstante y parafraseando a Juan de Mairena -el célebre profesor apócrifo retratado por Antonio Machado-, podríamos simplificarla al ponerla en lenguaje poético definiendo la distopía como algo parecido a un futuro chungo. Un terrible mañana que parece que nos aguarda, como un ratero amenazante, acechando a la vuelta de la esquina.
Utopía y distopía invocan igualmente al porvenir. Sin embargo, la primera se basa en la esperanza y la segunda en el miedo. La primera, siguiendo a Galeano -de nuevo la poesía- está en el horizonte y nos sirve para caminar. La segunda, por el contrario, se entierra en el abismo y nos impele a retroceder, a renunciar, a claudicar.
Distopía y utopía beben ambas del presente. Se proyectan, en negativo o en positivo, desde el hoy hasta el mañana. Por eso mismo -de nuevo Machado- conviene recordar aquello de que hoy es siempre todavía. Nada está escrito aún. Somos seres que, si bien es cierto que nacemos comenzados, estamos abiertos a diferentes finales. Y todo puede cambiar rápida y súbitamente. Por ese motivo, y aunque resulte difícil sustraerse a la sugerente y socorrida metáfora de la vida como partida de ajedrez -puro intelecto ajeno al azar-, nuestro día a día se asemeja más a la incertidumbre del boxeo, gráfica y contundentemente resumida en aquella célebre sentencia del campeón de los pesos pesados Mike Tyson: todo el mundo tiene un plan hasta que le doy el primer puñetazo. La vida como un mapa del tesoro en el que no se han dibujado las minas escondidas aleatoriamente cada pocos metros.
Sin embargo, los golpes azarosos caen dentro de la esfera de la historia y aquí, como se ha dicho, abogamos por la poesía y su justa redención del pasado y su lúcida y tierna mirada hacia el futuro. Y es que, como susurran los versos de Cristina Peris Rossi en el amor y en el boxeo, todo es cuestión de distancia. Tomar distancia, en ocasiones retroceder, y proyectarse, desde hoy, hacia un mañana más decente, menos doloroso, mucho más acogedor.
Defender la alegría, o la utopía, y estar dispuesto a hermanar la poesía con la vida no son aspiraciones ingenuas, cursis o hueras. Son un puro ejercicio de realismo. No lo digo yo -deseoso a pesar de todo de un mejor año- nos lo enseñó Julio Anguita -¿Ven? La poesía también puede rimar con la política- cuando escribió que el realismo no es claudicar ante lo existente sino crear un proyecto desde las enseñanzas mismas de la realidad.
2022: Salud, Alegría, Justicia y Poesía.