Si cada año tuviera, como las ciudades invisibles de Calvino, un nombre de mujer, para mí 2017 se llamaría Olivia, como mi hija pequeña nacida en la primavera del año que acaba de terminar.
Que la vida va en serio no se aprende del todo cuando se tiene un desengaño amoroso o cuando uno se independiza y vive lejos de la casa de sus padres, tampoco cuando se sufren las inclemencias del mercado laboral. Que la vida va en serio, de verdad, se aprende cuando uno descubre que nuestra biografía se desarrolla entre dependencias y cuidados. Periodos en los que somos dependientes (al nacer, al padecer una enfermedad, al llegar a la vejez) y otros tantos en los que somos cuidadores.
Olivia es todo dependencia. También, en parte, su hermana mayor. Por eso, su madre y yo debemos ejercitarnos cada día como personas cuidadoras, tratando inútilmente de conciliar esta inexcusable obligación con nuestras demás tareas profesionales, lo que, a todas luces, se antoja complicado porque, como argumenta Carolina del Olmo, las relaciones económicas dominantes en nuestra sociedad parecen incompatibles con las más elementales pautas de crianza.
El cuidado comprende, siguiendo a Lina Gálvez, todas aquellas actividades que desarrollamos para atender o apoyar a otros/as, de manera tanto física como emocional, para sobrevivir día a día, las cuales no admiten excepción, aunque sí grados distintos de exigencia y cumplimiento. Se trata de labores que tienen una dimensión material, directa, pero también emocional y relacional. El cuidado es, en palabras de la catedrática sevillana de economía, lo que nos permite a los seres humanos que seamos, tengamos, hagamos y estemos.
A preguntarme una y otra vez por estas cuestiones me han ayudado Olivia y su hermana Emma, pero también las muchas mujeres (por desgracia, casi exclusivamente mujeres) que han contribuido y siguen contribuyendo a que mis pequeñas sean, tengan, hagan y estén en este mundo: sus abuelas, sus tías, sus maestras o, sobre todo, su madre, que es quien canta la melodía que da música a nuestras vidas.
A preocuparme cada vez más por estas cuestiones también me han incitado Emma primero y ahora, aún con más fuerza, la pequeña Olivia. Las dos me han ayudado a entender que sólo resulta decente apostar por la innegociable dignidad de una sociedad que únicamente siendo genuinamente igualitaria (léase feminista) podrá llamarse verdaderamente democrática.
Desde la trinchera que ocupo como padre, como abogado o como ciudadano siento el deber cívico de revolucionar y mejorar mi entorno para evitar sentirme avergonzado en un distópico futuro (que se parecería mucho a este presente) en el que Emma u Olivia, ya lo suficiente maduras, me reprocharan no haber hecho lo suficiente para acabar con las violencias, las desigualdades o los prejuicios que tenían a Ellas como injustas víctimas.
Entre “Las ciudades invisibles” de Italo Calvino hay una ciudad que, casualmente, se llama Olivia. El hermoso relato que Marco Polo hace a Kublai Khan sobre esta simbólica urbe culmina con una enigmática y sugerente afirmación: la mentira no está en las palabras, está en las cosas.
La más pequeña pero también la más subversiva insurrección contra la mentira del actual estado de las cosas comienza por gritar a los cuatro vientos que no somos seres independientes y que todas las personas necesitamos en algún momento cuidados de los demás, a quienes les debemos cuidados recíprocos en algún momento.
Los seres humanos vivimos porque y gracias a que nos estamos cuidando. Eso y otras tantas inexplicables sensaciones significa para mí Olivia.