Vivimos tranquilos en la creencia -inducida a veces, infundada siempre- de que contamos con la solución, mágica y sencilla, para los grandes problemas que nos apremian.
Así, atesoramos valiosos conocimientos que nos enseñan que en ningún caso debemos mezclarnos en una guerra de conquista en Asia o, mucho menos aún, luchar contra un siciliano cuando la muerte esté al acecho.
Otra afirmación del mismo rigor intelectual es aquella que dice que una sentencia penal zanja, milagrosamente, un grave conflicto. También uno de naturaleza social o política.
Sin embargo, ocurre a veces que, como decía Benedetti, cuando creíamos tener las respuestas pareciera que nos cambiaran las preguntas.
A estas alturas resulta ya evidente que la condena del Tribunal Supremo a los líderes del Procés que han sido enjuiciados no solo no ha servido para poner fin a la tensión ejercida por el movimiento independentista -lo que, ironías a parte, era previsible- sino que, al contrario, ha tenido como devastador efecto una reacción visceral por parte de una porción de los habitantes -catalanes y no- de Cataluña ante lo que sienten como una sensación de agravio e injusticia.
Y hablo de sensaciones porque, en ocasiones y siguiendo al filósofo Alf Ross, “invocar la justicia es como dar un golpe sobre la mesa”, es decir, una mera expresión emocional y no argumental.
Así las cosas, aún quien asuma que se trata de una sentencia justa -y ello a pesar de la discutible, en Derecho, interpretación que el Tribunal Supremo lleva a cabo en relación con el concepto de alzamiento tumultuario, que pareciera equiparar al de alzamiento multitudinario, como ha puesto de relieve el Magistrado Miguel Pasquau Liaño– no debería haber esperado cosa distinta que la correspondiente condena de los acusados. Ni más, ni menos.
Casi cualquier delito tiene su explicación y su origen -no necesariamente su justificación- en un determinado contexto. Casi cualquier delito resulta ser, por tanto, una consecuencia de esa premisa social, política, educativa o económica que le sirve de caldo de cultivo.
Castigado el delito -compadeciendo al delincuente, como enseñaba Concepción Arenal– queda todavía pendiente atender adecuadamente el referido contexto, en este caso, algo así como un peligroso marco mental generado a su vez por unos irresponsables políticos, que se resume en que valdría la pena desobedecer toda norma o autoridad estatal en pos de una romántica e ilusoria lucha de liberación para alcanzar una supuesta, insolidaria y artificial utopía.
El delito es aquí el efecto. Pero la causa sigue. Y con la potencialidad de generar nuevos delitos.
Sabemos que hasta los callejones sin salida albergan una vía de escape. A veces, como se decía en una película que solo aparentemente hablaba de boxeo, para poder avanzar, antes hay que retroceder.
[Artículo publicado en DIARIO CÓRDOBA el 30/10/19]