LAS REGLAS DEL JUEGO

(PRESUNCIÓN DE INOCENCIA Y VIDA POLÍTICA)


Imaginemos que cada vez que quisiéramos salir de nuestra casa, tuviésemos que lanzar un dado, esperando obtener un cinco, como llave para poder cruzar el umbral. O que, al pasear por la calle, sólo pudiéramos pisar las baldosas de un concreto color, avanzando siguiendo un patrón determinado.
Estas reglas (del parchís, de la oca, de las damas) tienen su razón de ser y su sentido dentro del desenvolvimiento de los juegos de mesa, fuera de ellos y aplicadas a la vida diaria, resultan absurdas y desconcertantes.
Pues bien, el Derecho también tiene algunas reglas y principios que rigen con coherencia dentro, justamente, del marco jurídico y que sin embargo fuera del mismo se tornan en rarezas, paradojas o, simplemente, extravagancias hueras.
Pensemos, a lo largo de estas líneas, en el innegociable Derecho Fundamental a la presunción de inocencia reconocido y protegido por el artículo 24.2 de la Constitución Española. Se trata de una garantía judicial que es fruto de una ardua conquista social y jurídica –desde su primitiva consideración como mero principio por parte del jurista romano ULPIANO, hasta su primera plasmación como derecho subjetivo en la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, tras asumir las tesis humanistas de DUPORT, VOLTAIRE o, sobre todo, BECCARIA- y que tiene su encaje dentro del marco del proceso penal, esto es, cuando una persona se enfrenta a la mayor expresión del poder punitivo de un Estado y ocupa la posición –siguiendo la clarividente expresión de FERRAJOLI- de “parte débil” contra la que se dirige el mayor peso y rigor de la Ley, con la espada de Damocles de la privación del derecho a la libertad, como telón de fondo.
En concreto, siguiendo las enseñanzas recogidas por la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, podemos expresar que el, sacrosanto, derecho a la presunción de inocencia “se configura, en tanto que regla de juicio [penal], y desde la perspectiva constitucional, como el derecho a no ser condenado sin pruebas de cargo válidas, lo que implica que exista una mínima actividad probatoria realizada con las garantías necesarias, referida a todos los elementos esenciales del delito, y que de la misma quepa inferir razonablemente los hechos y la participación del acusado en los mismos”.
Es en este contexto donde la regla de la presunción de inocencia opera en su hábitat natural y exclusivo: nadie puede ser condenado sin suficiente prueba de cargo por parte de la acusación que, precisamente, desvirtúe o trunque la condición de presunto inocente del imputado. Con esta premisa, todo sospechoso aún no condenado y sometido a un juicio oral, se entiende inocente, pudiendo incluso adoptar una actitud de defensa pasiva, pues es, como se viene diciendo, a la acusación a quien le corresponde probar los hechos delictivos que sean objeto de la causa.
Este juego de la presunción de inocencia –reiteramos, nacida por y para operar dentro, o aún en los prolegómenos, de un proceso judicial penal (o, en su caso, dentro de un procedimiento donde la Administración ejercite su poder punitivo)-, como le ocurre a las reglas del parchís, la oca o las damas, tiene sentido en su contexto y fuera del mismo, simplemente, se vacía de contenido, corre el riesgo de quedar ridiculizado e, incluso, se pervierte.
Sentado lo anterior, en estos días en los que se diluye todo lo que parecía sólido (parafraseando a MUÑOZ MOLINA), debemos resistirnos a la costumbre de que cualquier miembro activo del “mundo de la política” -¿acaso un universo platónico distinto al sensible, donde los ciudadanos padecemos las ingobernables realidades?- imputado en un proceso penal se acabe escudando en la presunción de inocencia –que indefectiblemente les ampara, eso sí, dentro del proceso penal- para continuar aferrándose a su ejercicio en la “vida pública”, aún a pesar de que exista un procedimiento criminal abierto en su contra.
Así, la tesis que aquí se defiende es que la garantía de la presunción de inocencia no es extrapolable, sin matices y como burdamente se viene haciendo, del Derecho Penal –con sus precisas, estrictas y articuladas reglas- al ámbito de la vida política, y ello porque se trata de un derecho, de un principio, que sólo tiene sentido explicar y aplicar, justamente, en el escenario de una causa judicial, pues fuera del mismo resulta un mero grito panfletario, una ridícula farsa.
El político ha de ser virtuoso y ético, y debe responder a exigencias de esa naturaleza. El imputado o encartado en un proceso penal tiene legítimo y garantizado derecho a no conducirse de esa manera, pudiendo incluso ocultar aquello que le pueda perjudicar o, simplemente, callar ante quien le pregunte. No así el representante público, obligado –por esas distintas reglas, las políticas, por las que se debe regir- a decir verdad, a responder frente a quienes le han elegido y a, en definitiva, actuar conforme a una mayor exigencia moral que puede resultar incompatible con un proceso penal.
Por esto, las –insistimos, inderogables por valiosas- garantías y derechos del ámbito judicial criminal no pueden instrumentalizarse a modo de cobertura o justificación para comportamientos enfrentados al ideal político –léase, contrarios a la ética pública y privada- bajo la excusa de tratar de extender el ropaje penal extra muros de su ámbito natural de actuación.
Nos explicamos: igual que un jugador de ajedrez no puede pretender al comer un peón “contarse veinte”, a un representante político no le es dable escudarse en su presunción de inocencia o su derecho a no declarar o no confesarse culpable –reglas del proceso penal- para, en el desenvolvimiento de su función pública, no contestar preguntas o incluso  mentir –por acción o por omisión- en sus respuestas, forzando un intolerable movimiento de enroque.
Es más, unos mismos indicios pueden no ser suficientes para justificar una condena judicial (al no considerarse por un tribunal hábiles para vencer, precisamente, la presunción de inocencia del encartado) y sin embargo, resultar sobradamente idóneos para motivar una responsabilidad política que, en ese escenario, supongan una respuesta y unas consecuencias que nada tienen que ver con el proceso jurisdiccional.
De ahí que pueda resultar incompatible simultanear la defensa en un proceso criminal –con todas las garantías que asisten a la parte débil o imputado: derecho a un juicio público y justo, a la presunción de inocencia, a ser informado de la acusación, a utilizar los medios de prueba pertinentes para la defensa, etc.- con el mantenimiento de una función o actividad pública que, simple y llanamente, se rige por otras “reglas de juego”, sin que resulte admisible trasvasar esas mismas pautas de un ámbito (el judicial penal) al otro (la arena pública).
Otra cosa sería envilecer un derecho fundamental, que podría quedar desdibujado al tratar de esgrimirse en supuestos para los que ni está previsto, ni está llamado a desplegar toda su fuerza.
Además, por ese uso o abuso indebido, se corre el riesgo de que se termine devaluando una esencial y trascendente garantía judicial –protectora del menos fuerte-, que mal podría terminar siendo considerada por la ciudadanía como un mero eslogan minusvalorado, y que, en el día a día, sólo resulte útil (despojado ya de su noble y verdadera razón de ser dentro de la causa penal) para tratar de amparar reprochables conductas que ni son cívicas ni políticas ni éticas.