LECTURAS DE VERANO

PENSAR EL SIGLO XX es el título del libro del malogrado historiador e intelectual Tony Judt que ha marcado mi relación con este verano, que ya declina ante el inminente inicio de un nuevo curso.

Me acerqué a sus páginas –he leído que los meses de vacaciones se pueblan con lectores de obras ligeras, o bien con aquellos que aprovechan las interminables tardes para abordar volúmenes más densos y sesudos. Me parece, no obstante, que existe un tertium genus conformado por quienes, en verano o en cualquier época del año leen, indistinta, simultánea y caóticamente de unos y otros tipos de textos- y descubrí sus cualidades para sacudir las conciencias, las cabezas y los corazones, así como avivar la curiosidad intelectual y ética de sus lectores.

Con este fascinante punto de partida y gracias a él -son impagables, aún cuando se pueda estar en desacuerdo con ellas, las palabras de Judt sobre política, historia, filosofía, derecho, economía o cultura- he desembarcado en otras tantas obras de Bauman –MODERNIDAD LÍQUIDA-, de Dubet –REPENSAR LA JUSTICIA SOCIAL-, de Ortega –LA ESPAÑA INVERTEBRADA- o del profesor de Sousa Santos -REINVENTAR LA DEMOCRACIA-, todo ello siguiendo un imaginario hilo de Ariadna que, deseo más que confío, conduzca a la salida de este insufrible dédalo de injusticias en el que nos vemos arrojados. O al menos sirva de guía para perplejos para entender los vericuetos del inicuo laberinto.

Judt y su pensamiento -al que arribé, eso sí tardíamente, gracias a las virtudes de su ya célebre obra ALGO VA MAL- me han ayudado a transitar desde el miedo y la desesperanza individualista de nuestros días hasta el sosiego y la paz -”si quieres paz, preócupate por la justicia”, reza el viejo adagio- que sobreviene cuando se sabe que sí existen alternativas y sí quedan islas -aunque por ahora, sólo intectuales- a las que poder naufragar, en compañía.

Pero si algo tengo que agradecerle al profesor londinense, luego converso neoyorquino, es que coloque en el frontispicio de su quehacer intelectual -y también en el de alguna de sus obras- la tarea de “pensar”, tan controvertida e insurrecta como desacostumbrada e insólita en estos tiempos, líquidos -¡qué hermosa y acertada metáfora!-, en que nos ahogamos a cada instante.

Se trata, por tanto, de detenerse y pensar: reflexionar sobre el tan olvidado siglo XX -nada nuevo bajo el sol-, y sobre nuestros días, tan escurridizos; imaginar nuevas arquitecturas equitativas -que igualen nuestras posiciones, en detrimento de la intolerable desigualdad lampante; que potencien, desde esas bases iguales, las oportunidades de cada uno-; representar lugares donde se reconcilien el poder -antes, de todos, luego perdido en manos invisibles, o no tanto- y el buen gobierno -de, por y para todos y todas-; considerar que el uniforme camino que discurre desde las escuelas de negocios hasta los hogares de los ciudadanos se aleja, a cada paso, de la virtud y espontaneidad de la vida plural, basada en las diferencias, que anida en las plazas públicas.

Pensar, pensar, pensar. Y más tarde, recoger los frutos de esa reposada y recurrente reflexión para volver a empezar. Como quien cultiva la tierra, somos seres agrarios, en tanto que, obviando las servidumbres que impone la acrítica inmediatez, nos debemos al arte del cultivo y la labranza de nuestra dignidad, nuestra libertad, nuestra igualdad y, desde luego, nuestra fraternidad. Y viceversa.